RODRÍGUEZ AGUILAR,
Manuel: Vida y tragedia del mercante "Castillo Montjuich": de la
Guerra Civil española a su naufragio (1936-1963).— (ISBN: 978-84-96170-82-7).
Almena Ediciones, Madrid, 2008; 190 pp.; ilustraciones. Prólogo de Luis Jar Torre
Luis Jar Torre
Capitán de la Marina Mercante
Capitán de Fragata (RNA)
Siempre se ha dicho que los buques son copias
a escala de sus sociedades de origen: sociológicamente, un simple mercante
oceánico de treinta tripulantes podría considerarse un mundo en sí mismo,
mientras que un avión con diez veces más “habitantes” no pasa de ser una
aglomeración temporal de personas.
Así, cuando las cosas se tuercen los aviones
sufren “accidentes”, pero los buques sucumben en “naufragios” que, a veces,
tienen la carga épica de un fin del mundo, aunque sea de un mundo en miniatura.
Los marinos solemos quejarnos de la
indiferencia de la sociedad, pero cuando uno de estos “micromundos” se esfuma
inexplicablemente en la mar la fascinación y el desasosiego están asegurados:
basta comprobar como la desaparición de las diez personas que viajaban en el
“Mary Celeste” hace siglo y pico sigue despertando más interés que catástrofes
aéreas mucho más recientes.
El “Mary Celeste” de la generación que me enseñó el oficio fue el “Castillo Montjuich”, desaparecido con sus treinta y siete tripulantes diez años antes de que yo pisara un puente.
La suya fue una
historia que me embutieron una y otra vez como parte de la “formación oral” con
que los marinos de cierta edad tratamos instintivamente de proteger a nuestros
relevos.
Era una historia que solía contarse sin alzar mucho la voz, como si los poderes del más allá que habían permitido la tragedia y los del “más acá” que pudieran haberla propiciado fueran capaces de fulminar también a los bocazas; además, tratándose de un tema del que no se sabía casi nada ni siquiera quedaba el consuelo de un desbarre con fundamento.
El "Castillo Montjuich" - Foto de Teo Diedrich - http://www.buques.org/Navieras/Elcano/Elcano-2_E.htm
Pasados cuarenta y cuatro años y “fulminados”
de una u otra forma quienes entonces nos preguntábamos que había podido ocurrir
a nuestros compañeros, investigar la pérdida del “Castillo Montjuich” podría
parecer asunto académico, pero gracias al trabajo de Manuel
Rodríguez Aguilar un grupo de “fósiles” pasaremos de no saber “casi nada”
sobre este asunto a saber “casi todo lo que puede saberse”, que no es poco.
En mi caso, su lectura me ha permitido dejar
de preguntarme qué pudo hundir a este buque para preguntarme cómo pudo permanecer a flote tanto tiempo con cuarenta y tres años en sus cuadernas,
cargado hasta las marcas con cargamentos que liquidaban su estabilidad,
haciendo agua por cada remache y propulsado por una máquina que fallaba más que
una escopeta de feria.
Si se considera además que, en la vida real y
con temporales deshechos, los botes salvavidas sirven poco más que de adorno,
que el buque no disponía de balsas neumáticas y que su transmisor de HF estaba
inoperativo, resulta comprensible el fervor mariano de los marinos de la época.
Un error muy corriente al juzgar hechos
pretéritos es hacerlo fuera de contexto, y juzgar con los niveles de exigencia
de la Europa actual las condiciones en que un buque salía a la mar en la España
de 1963 sería, como mínimo, poco riguroso.
De niño, cuando me quejaba de baches, goteras
y similares mi padre solía responderme que “España es
un país pobre”.
Sin entrar en consideraciones de más calado,
lo cierto es que entonces éramos lo suficientemente pobres como para que en la
escuela nos dieran un vaso de leche a media mañana por cuenta de los
norteamericanos.
En la mar, la situación era tan chunga que ni
el propio “stablishment” tenía garantizada la flotabilidad: por increíble
que parezca, dos años después de la tragedia a que se refiere este libro un
temporal apagó (literalmente) la deplorable planta de vapor de la fragata “Ariete”, dejando al buque completamente tirado.
La fragata acabó arrojada contra un roquedal de la Costa de la Muerte y su dotación salvó la vida de milagro, pero, doce
años antes y en aguas del Estrecho, la característica incombustibilidad de los
carbones patrios ya había dejado al dragaminas “Guadalete” sin presión y
atravesado a un terrible Levante que, abusando de una estanqueidad solo
imaginaria, lo envió al fondo con pérdida de treinta y cuatro miembros de su dotación.
Siempre te caía una cerca: en 1959 y delante
de mi pueblo, un buque frigorífico de la misma empresa armadora que el
“Castillo Montjuich”, con una “biografía” casi idéntica y al mando de un
capitán que también mandaría aquel barco, se quedó sin máquina y fue perderse
para siempre en una playa sin que el concurso de los asmáticos remolcadores
disponibles consiguiera sacarle de allí.
La tripulación del “Antártico” salió de
rositas, pero catorce meses después y dos millas más al E, veinte de los
veintiún tripulantes del carguero “Elorrio” perecieron a la vista de un
“público” sumido en la más absoluta de las impotencias cuando su cascajo de
treinta y ocho años también se quedó sin máquina y, a falta de una playa, acabó
en las piedras.
Como ellos, año tras año y en un goteo casi
anónimo, un sinfín de mercantes y pescadores perdían la vida abasteciéndonos de
pescado, cereales o carbón.
Cuando en 1963 se perdió el “Castillo
Montjuich”, nuestra marina mercante estaba saliendo de un raquitismo endémico y
una coyuntura ruinosa para “explotadores” y “explotados”, pero como en tierra
tampoco ataban los perros con longanizas y hasta los gatos podían acabar
“longanizados”, quienes navegaban en condiciones que ahora resultarían
inaceptables eran vistos en su entorno social como auténticos potentados.
Entonces era más difícil percatarse de lo que
ahora es evidente: que el oficio de tripular mercantes solo es popular en
países en “vías de desarrollo” o, en un sentido todo lo amplio que se desee,
entre pobres decididos a dejar de serlo.
Por eso, buena parte de quienes hace medio
siglo y durante once meses al año rompían mares a bordo de cafeteras infames,
no lo hacían movidos por espíritu de aventura ni amor a los espacios abiertos,
sino empujados por la determinación de conseguir para sus familias un bienestar
que entonces no podía conseguirse trabajando en tierra.
También por eso, buena parte de quienes
perecían en el intento no caían víctimas de una mar brutalmente inocente a la
que a veces odiaban con toda su alma, sino, en un sentido todo lo amplio que se
desee, de la necesidad, porque como decía mi padre España era un país pobre.
El autor de este libro, a quien conozco hace
años, siempre me sorprendió por su tenacidad investigadora que, solo medio en
broma, achaco al oficio donde recaló al dejar la mar (¡supercontable!).
En este caso, además de “contabilizar” las
posibles causas de su desaparición, Manolo dedica al buque una completa
“biografía” que incluye la de sus armadores y, a través de ellos, la génesis de
buena parte de la Marina Mercante española de posguerra.
En los tiempos que corren, escribir un libro así es un acto de generosidad intelectual cuando no económica, y los marinos españoles ya debíamos a Manolo otra obra (Cinco Grandes Naufragios de la Flota Española) que vale más de lo que cuesta.
Ahora
tampoco se ha tomado el trabajo a la ligera (no sabría hacerlo), estibando un
cargamento completo de datos en la que, sin duda, pasará a ser obra de
referencia sobre un episodio especialmente traumático para toda una generación
de marinos mercantes.
Como en este gremio no suele abundar el
optimismo, a nadie sorprenderá mi escepticismo sobre la posibilidad de que el
libro mejore la solvencia de su autor, porque la mar mola poco y las letras
menos.
En cambio, estoy convencido de que pasado
siglo y medio, cuando a Manolo le toque mudarse al cielo de los marinos, su
obra escrita le permitirá ahorrarse una pasta gansa gracias a los compañeros a
quienes su pluma mantuvo vivos en la memoria de las gentes, que no le dejarán
pagar una ronda en toda la eternidad.