Don Benito Pérez Galdós (1843 – 1920) fue “cántabro de alma”, y veraneó durante 46 años en Santander (1871 – 1917).
Leamos uno de sus dos artículos sobre el desastre del vapor Cabo Machichaco.
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La catástrofe en Santander del vapor “Cabo Machichaco”
(3 de noviembre de 1893)
Por don Benito Pérez Galdós
(Artículo publicado en el
diario “La Prensa” de Buenos Aires el 15 de noviembre de 1893)
La relación de la catástrofe de Santander, que hoy envío a La Prensa, no es relación de testigo presencial. ¿Debo celebrarlo o debo sentirlo? Es muy halagüeño para el cronista haber visto lo que refiere. Pero ¡ay!, en el caso presente no puedo menos de celebrar mi ausencia del lugar del siniestro, porque si el que esto escribe se hubiera encontrado en Santander el 3 de noviembre, de seguro no habría podido escribirlo, por la sencilla razón de que habría sido víctima al mismo tiempo que testigo.
Lo explicaré mejor. Salí de Santander para Madrid el primero de
noviembre. En la segunda quincena de octubre, todas las tardes, de tres a
cinco, salía de mi casa de la Magdalena, y recorriendo a pie los cuatro
kilómetros que la separan de la capital montañesa, me trasladaba a ésta, con el
exclusivo objeto de acompañar a mi cariñoso amigo don José María de Pereda, que
afligido por cruel desgracia (Se
refiere al suicidio de su hijo Juan Manuel ocurrido el 2 de septiembre del
mismo año), permanecía mañana y tarde en su domicilio del muelle.
Charlando con el maestro, de cosas humanas y divinas, pasaba un buen rato de la
tarde, hasta que, apuntando la noche, me volvía a mi casa.
Pereda vive en el muelle, que
llamaré “viejo” para distinguirlo del nuevo,
o sea “Maliaño” donde ocurrió el siniestro.
Desde el mirador de la casa del maestro se disfruta del soberbio panorama de la
bahía.
¡Cuántas veces contemplábamos desde allí el puerto: las embarcaciones
menores al pie de la casa, en la antigua dársena, que pronto ha de rellenarse
para ser convertida en plaza; en el externo canal de aguas profundas, los
vapores de todos los tamaños, desde el trasatlántico recién venido de Cuba o de
Colón, hasta el steamer de cabotaje, que hace la carrera de la costa, ¡desde
Pasajes a Coruña!
El muelle que he llamado “viejo” está
formado por una línea de casas magníficas, lo mejor del pueblo, residencia de
alto comercio y de los escritorios, agencias, corredurías y demás oficinas
mercantiles y marítimas; pero allí la carga y descarga no se verifica sino en
corta proporción. Más que muelle es aquello un boulevard, o más bien quai,
sitio de paseo y de incomparables vistas sobre el mar.
El verdadero muelle comercial es Maliaño, una línea de atracaderos que se
extiende en más de un kilómetro al oeste del boulevard antes citado, formando
con éste un ángulo obtuso. A lo largo de Maliaño hay una serie de oharte, o
machinas salientes, formadas de pilotaje de madera, en los cuales se atracan
los buques del Norte. La carga y descarga se hace con mucha facilidad y
aproximando al buque los vagones del ferro-carril. Todo Maliaño está cruzado de
vías que enlazan, por medio de plataformas giratorias, el costado de la nave
con los almacenes de la “Pequeña velocidad”.
Ahora bien, desde el mirador de la casa de Pereda, el núm. 4 del Muelle
Viejo, se ve aproximadamente la mitad de los wharfs de Maliaño. Recuerdo
perfectamente que el martes 31 de octubre, última visita que hice al autor de
Sotileza, vimos un vapor de la Compañía Vasco-Andaluza que maniobraba para
atracarse en la primera machina. Era el Cabo Creux. Se tendrá idea de la
distancia sabiendo que sin auxilio de anteojos leíamos el nombre del buque en
el costado de proa.
Doy estos pormenores, que, al parecer, no tienen importancia, para que se
comprenda, por ellos y por lo que ahora diré, cuán cerca anduve del peligro y
lo muy agradecido que estoy a mi destino por haberme apartado de él. Salí –
como he dicho – de Santander el 1º de noviembre. Si hubiera retrasado mi viaje
unos días más, como estuve a punto de hacerlo, es seguro que el día 3 por la
tarde me habría encontrado, entre cuatro y cinco, en la casa de Pereda y
habríamos salido los dos al balcón, y habríamos visto al Cabo Machichaco
en la segunda machina de Maliaño. Un vapor ardiendo no es espectáculo que se ve
todos los días. Tengo la seguridad de que no me habría contentado con verlo
desde un balcón y habría ido a presenciarlo de cerca, como fue medio Santander,
ignorante del peligro.
No me gusta que nadie me cuente lo que puedo ver con mis ojos y tocar con
mis manos, tal seguridad tengo de que habría ido a contemplar el incendio de la
nave, que me parece que lo estoy viendo, y se me representa el lugar de la
catástrofe por donde ha paseado millares de veces, cual si en él estuviera, y
ante mis ojos se desarrollara el espectáculo anterior al siniestro. Este sí que
no puedo representármelo en toda su aterradora magnitud, pues no hay mente que
sin haberlo visto lo reproduzca. Y no hubiera sospechado, al acercarme a la
nave incendiada, que era un arma de fuego, un inmenso aparato de destrucción
cargado y a punto de dispararse.
Cuantos allí estaban, y yo también, “en hipótesis”, creíanse en completa
seguridad, la cual les parecía garantizada por la presencia del gobernador
civil y del comandante de Marina, del ingeniero de las obras del puerto, del
capitán y oficiales del Alfonso XIII, de los prácticos del puerto y de otras
personas, que, unos por razón de su cargo oficial, otros por mera curiosidad,
estaban a bordo del buque incendiado, o en embarcaciones próxima, o en el
muelle.
Estoy seguro, vuelvo a repetirlo, de que me habría acercado lo más
posible, ávido de observar lo que allí ocurría …, y en lo mejor de mi
contemplación, un horroroso, indescriptible estallido, sólo comparable a la
erupción de un volcán, me habría lanzado no sé a qué distancia ni en qué
dirección, en pedazos, la cabeza por un lado, medio cuerpo por otro, hacia la
bahía, hacia la ciudad, quien lo sabe…
Realmente vale más que no lo viera, aunque ahora tenga que contarlo por
referencia, siguiendo el relato confuso de los que fueron víctimas a medias, de
las que escaparon de milagro, por hallarse a cierta distancia del espantoso
cráter, o porque una circunstancia feliz les permitió caer ilesos después de
ser lanzados al aire, sin que puedan darse cuenta de cómo volaron, de cómo
cayeron, de cómo conservan la vida.
El vapor Cabo Machichaco empezó a arder a las 2 de la tarde del 3. Sobre
cubierta llevaba carga de petróleo, que fue lo que inició el incendio. En las
bodegas de popa y proa cargaba “rails” y material de hierro para la
construcción de puentes, barriles de clavos y tornillos. Debajo de esta carga,
en lo profundo de la estiba …, “¡mil cuatrocientas
cajas de dinamita de a treinta y cinco kilos cada caja!”. ¡Qué
proyectil, qué fulminante y qué metralla! Después de lo sucedido parece un
milagro que hay quedado en Santander una casa en pie y un solo habitante con vida.
Como ocurre siempre en estos casos, acudieron al siniestro las
autoridades todas. El capitán del Alfonso XIII don Francisco
Jaureguizar, hombre de tanta inteligencia como corazón, familiarizado con los
peligros de la mar y de tierra, no pudo ver con calma que un buque ardía en
puerto, y abandonando su barco fondeado como a una milla del lugar del
siniestro, allá se fue con el primer oficial y treinta tripulantes. En el mismo
remolcador que le conducía iba el inspector de la Compañía Trasatlántica don
Francisco Cimiano, capitán veterano, bien curtido en lances de la navegación.
También acudió, en su lancha de vapor, el ingeniero de las obras del puerto,
don Ricardo Santa María, hombre eminente en su profesión y muy estimado en
Santander por sus relevantes prendas personales. Tanto Jaureguizar, como Santa
María y los demás que fueron en auxilio del buque incendiado, lo primero que
preguntaron fue si había dinamita a bordo.
El capitán del Machichaco
negó que la hubiera, y esta criminal obstinación fue la causa de una de las más
extensas y lastimosas catástrofes de que hay memoria.
¿Por qué lo negaba? ¿Es que había faltado a las prescripciones de policía
marítima y prefería perecer a declarar su error? ¿Es que, fiado en que la
dinamita no arde por combustión, esperaba apagar el fuego y salvar el peligroso
cargamento? Una y otra vez le interrogaron, y siempre negaba con terquedad
vizcaína, que antes se rompe que se dobla. La muerte les envolvió a todos,
arrojándoles a la eternidad insondable. Ni los responsables del siniestro, ni
los que fueron en socorro del barco pueden aclarar el punto oscuro de la
negativa del capitán. Todos perecieron; la justicia no encuentra datos para
abrir un proceso: ni el culpable existe, ni los acusadores existen ni existen
tampoco los testigos. Queda siempre indescifrable el tremendo enigma. La
conciencia humana, no obstante, se resiste a ver en el capitán del Machichaco
un criminal empedernido. Es un obcecado, a quién hay que encomendar a Dios,
suponiendo que no vio, que no pudo ver ni aún sospechar, el desastre que
causaba con su bárbara negativa.
A las cinco menos cuarto, el bravo Jaureguizar, a quién algún marinero
había llevado el soplo de que existía dinamita a bordo, interrogó por última
vez al capitán, invocando la amistad y el compañerismo. Igual obstinación; la
respuesta de siempre. Que no, que no y que no.
Un tripulante del remolcador de la “Trasatlántica”, que había bajado a la
bodega de proa, reveló a Jaureguizar la verdad y ante tal testimonio, ya no
cabía duda. Los que habían ido en auxilio del buque incendiado acordaron
retirarse, y dieron orden de desatracar. Pasaron dos minutos…, la fatalidad
había demarcado el tiempo de modo que nadie pudiera salvarse; ni los que
acudieron por un impulso generoso, ni los que con criminal silencio dieron
proporciones aterradoras a la catástrofe.
Estalló la caldera del Machichaco. La conmoción hizo detonar toda
la dinamita encerrada en la bodega de proa. Fue como erupción instantánea de un
inmenso volcán. Trepidó horrorosamente el suelo de la ciudad. Los raíles y
vigas de hierro que formaban el cargamento se dispararon en pedazos mil
difundiendo la muerte.
A increíbles distancias fueron lanzados los cuerpos humanos, unos
enteros, otros en trozos. La explosión llevó consigo una lluvia de fango. El
material de hierro hizo víctimas cerca y lejos. Aquí cercenaba una cabeza, allá
arrancaba un niño de los brazos de su nodriza. Lingotes de hierro desfigurados
por la terrible fuerza expansiva del fulminante, horadaban los techos de casas
próximas y lejanas; la bahía se llenó de cadáveres y el muelle también. Hubo
quien corrió un gran trecho sin notar que le faltaba un pie. Hubo quién,
lanzado a enorme altura, cayó sin más que contusiones leves. Murieron algunos
de asfixia bajo los vagones del muelle o entre el hacinamiento monstruoso de
restos de maderas y planchas de hierro. En el comedor del Hotel Continental,
que es uno de los edificios más próximos al lugar de siniestro, vieron los
huéspedes que entraba, rompiendo los cristales, una masa informe, un proyectil
espantoso. Era la mitad de un cuerpo humano.
El fuego difundido por la explosión prendió al instante en cincuenta
casas, de las mejores y más nuevas de la ciudad; y con la trepidación las
paredes se hundían, los tabiques interiores se cascaban como si fueran de
vidrio, los techos se hundían, los habitantes de las casas al huir
despavoridos, se encontraban con que en la calle el espanto era mayor.
Cadáveres por todas partes, de tal modo destrozados que no se les conocía;
heridos graves exhalando lastimeros ayes; gritos de espanto, clamores de desesperación,
y sobre todo esto un cielo plomizo, un aire sofocante, el pavor de la noche ya
próxima alumbrada por las siniestras claridades del incendio
Diverse lingue, orribili favelle
Parole di dolore,
accenti d’ira
Voci alte e flore, e suon di mao con elle
facevan un tumulto,
il qual s’aggira
sempre in quel’aria, senza tempo tinta
come la rona cuando a turbo spira
Hay que remontarse a la destrucción de Pompeya o al terremoto de Lisboa
en 1771, para encontrar algo a que poder comparar esta horrible catástrofe del
3 de noviembre en la capital del país cántabro. Imposible representarse, no
habiéndola visto, la espantosa confusión, la ansiedad, y terror de los vivos
ante aquel cúmulo de desgracias, cuya extensión era imposible conocer en los
primeros momentos.
El suelo sembrado de muertos y heridos, y otros tantos, si no más,
sepultados en la bahía. El gobernador y comandante de Marina desaparecieron
entre las aguas; sus cadáveres fueron hallados después a grandes distancias de
los de la Trasatlántica, y del ingeniero de las obras del puerto, con el
personal de la lancha de vapor, no se supo más ni se ha vuelto a saber. Sus
cuerpos no han aparecido aún y se supone que yacen en el fondo del mar entre
los restos de las embarcaciones sumergidas.
Imagínese la angustia de los que en aquellas horas de espantos
inmemorable buscaban al padre, al hermano, al hijo, al amigo … En diversas
casas hubo niños que al salir para la escuela se fueron a ver el fuego.
¡Infelices criaturas! Todos perecieron en brazos de sus nodrizas. El incendio
remataba la obra destructora de la dinamita, y no siendo posible apagarlo por
no haber ni aparatos, ni brazos, ni resolución para tantos desastres
simultáneos, el pueblo se abandonaba al destino, cruzando los brazos, creyendo
llegado el fin del mundo. ¡Noche espantosa la del 3 al 4!
Se creyó que ardería toda la ciudad. El telégrafo se había inutilizado en
una gran longitud, y las demandas de socorro llegaban tarde a su destino.
Todas las autoridades habían desaparecido. Los subalternos supervivientes
cumplieron con su deber. El vecindario, lleno de terror, acudía torpemente a
recoger heridos y a apagar los incendios. Ni una ni otra cosa pudo hacerse con
orden ni regularidad.
Las noticias que a Madrid llegaban indicaban como probable la cifra de
“mil” muertos. Después resultó un número inferior; pero siempre
considerable.
La identificación de los cadáveres fue obra difícil al siguiente día, por
hallarse casi todos horriblemente mutilados y desfigurados por la repugnante
inmundicia negra que los cubría.
El infortunado marqués de Casa-Pombo, una de las personas más principales
de la ciudad, adorado de su familia, estimadísimo de sus conciudadanos, fue una
de las víctimas más señaladas. Hallábase en el puente del vapor; la explosión
le lanzó a cien metros de distancia sobre una estiba de maderas. Era una masa
informe, sin cabeza. Se le identificó por el reloj.
Imposible dar pormenores de esta horrible desdicha. Esta carta no
acabaría nunca, si refiriese la tragedia del 3 con todo su horror de detalles
que espeluznan.
Santander hubiera perecido completamente sin el socorro que se le envió
desde Valladolid primero, y desde Madrid, Segovia y Bilbao después; un batallón
de ingenieros zapadores, bomberos, material sanitario, médicos. Gracias a esto
se pudo cortar el mal. El incendio quedó vencido al segundo día.
Desde Barcelona acudió el marqués de Comillas en tren especial llevando
consuelo y auxilios valiosos a la infortunada ciudad. De Madrid partieron el
primer día el ministro de Hacienda, señor Gamazo y los diputados y senadores
montañeses.
El efecto causado en toda España por las desgracias de Santander fue
grande, de consideración hondísima, despertando la emulación para prevenir
nuevos males y para remediar los ya inevitables.
El socorro que España entera, haciendo suya la desdicha de la capital montañesa, se dispone a ofrecer a ésta será considerable, aunque no corresponda a la magnitud de los males causados por la ciega fatalidad.
En mi próxima carta completaré la descripción de la mayor catástrofe fortuita que ha visto la generación presente, desventura ocasionada por la fuerza expresiva de esa sustancia, que con sus horribles equivocaciones desvirtúa las ventajas que ofrece a la moderna industria.
Y es probable que pronto pueda describir sobre el terreno los efectos y consecuencias del desastre en la ciudad que lo ha sufrido.
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