- Publicado en la Revista General de Marina, número de noviembre de 2009
- Divulgado en la web de don Juan Manuel Grijalvo
- Divulgado por la web y revista PRÁCTICOS DE PUERTO
ÍNDICE. UN DESASTRE A LA ESPAÑOLA
- DE BILBAO A PEDROSA
- DE PEDROSA A SANTANDER
- DE SANTANDER AL CIELO
- OTRA VEZ DE SANTANDER AL CIELO
- BIBLIOGRAFIA Y FUENTES
***
UN DESASTRE A LA ESPAÑOLA
La explosión del vapor "Cabo Machichaco" en Santander
Un artículo del Capitán de Fragata (RNA) don Luis Jar Torre
Monumento en recuerdo de la
catástrofe del vapor "Cabo Machichaco" en Santander. El buque estaba
atracado a poco más de 100 metros a la derecha del observador (Fotografía
propia)
“Las explosiones ocurren” (Robert
A. Heinlein)
Se dice que, tras establecerse en 1902 relaciones diplomáticas con Cuba, un español preguntó a un norteamericano como habían conseguido erradicar la fiebre amarilla en apenas cuatro años y la respuesta fue: “muy fácil, cogimos su reglamento y lo aplicamos a rajatabla”.
Es una leyenda
apócrifa, pero retrata perfectamente nuestro afán reglamentador… y nuestra
tendencia a pasarnos los reglamentos por el arco de triunfo.
Otra cualidad
que nos orna y enorgullece es el tenerlos bien puestos: llámese valor o
inconsciencia, es un asunto en el que cualquier español preferirá pasarse antes
de quedar corto; el resultado es un país sorprendente y hasta divertido, pero
peligroso.
En 1893 y en
Santander, estas dos cualidades se aliaron con un toque de ignorancia y la
omnipresente figura del “mirón” para generar el que posiblemente haya sido el
mayor accidente de la Historia de España: la explosión del vapor “Cabo
Machichaco”, que causó 590 muertos y más de 2.000 heridos de diversa
consideración además de destruir 60 edificios y dañar seriamente otros 86.
El recuerdo de la tragedia fue degenerando en leyenda hasta que los trabajos de Rafael González Echegaray (asiduo colaborador de esta Revista [General de Marina]) y, posteriormente, de quien todavía se considera su discípulo, José Luis Casado Soto, permitieron dar dimensión histórica a los recuerdos.
Lamentablemente,
estas obras están agotadas o son difíciles de conseguir, existiendo una
generación de marinos que apenas ha oído hablar del “Cabo Machichaco”.
Intentaba reunir el valor para escribir este
artículo cuando, poco antes de dejarnos para siempre, el inefable CF (RNA)
Sasía me envió documentación relativamente inédita publicada por la naviera del
“Cabo Machichaco”, que también había sido la suya.
Por si no bastara para animarme, José Luis Casado me consiguió copia de una monografía que, al estar editada dos meses después del suceso, aporta información de primera mano.
Resta aclarar que el escenario de la catástrofe es mi pueblo, y
que si a veces parece que río es por no llorar.
DE BILBAO A
PEDROSA
En Marzo de
1882 el astillero Schlesinger, Davis & Co., de Newcastle, entregó al
armador francés Jules Mesnier un buque llamado “Benisaf”, de 78,81 metros de
eslora, 10,21 metros de manga, 1689 TRB y 2.500 TPM.
No era un mal
buque, pero había nacido en una década de transición y, como a casi todos los
de su quinta, le faltaba un hervor para ser realmente “moderno”.
Así, tenía un
pesado casco de hierro porque le habían construido tres años antes de que el
acero dejara de ser un artículo de lujo, y sus dos palos tenían aparejo de
goleta porque sus dos calderas solo alcanzaban 90 PSI (lo habitual entonces),
en lugar de los 120 PSI que habría exigido una máquina de triple expansión más
eficiente que la “compound” que le endosaron.
El resultado era una planta de 450 EHP que le impulsaba a la vertiginosa velocidad de 8 nudos con un elevado consumo de carbón; tenía también una caldereta para servicio de puerto, chigres, cabrestantes y servo de vapor y las habituales bombas de alimentación, contraincendios y achique, pero carecía de instalación eléctrica.
Oficialmente era un “raised quarterdeck”, modelo de lo más común con
un feo saltillo a popa para compensar el espacio ocupado por el eje y evitar
que aproara a plena carga; era un mutante que había perdido la gracia del
velero sin alcanzar la plena funcionalidad de un vapor, pero pertenecía a una
familia de unidades sencillas y sin complicaciones que podían adquirirse por
unas 15.000 libras y durar eternamente.
A proa estaba
el castillo (donde alojaba el personal subalterno) y dos bodegas con sendos
entrepuentes separadas por un mamparo no estanco.
A media eslora
y bajo el puente descubierto había dos cubiertas con alojamientos para
oficialidad y pasaje y, debajo, la sala de máquinas y calderas.
Más a popa
había una tercera bodega, con entrepuente y falso entrepuente y, finalmente, la
toldilla con la superestructura de la cámara; en los vapores de la época
capitán y pilotos solían alojar a popa, pero los planos del “Machichaco” no
muestran camarotes en esta parte del buque.
Planos originales del “Cabo
Machichaco” con aparejo de goleta, procedentes del libro “La Naviera Ybarra” de
Adolfo Castillo Dueñas e Iñigo Ybarra Mencos, editado por Ybarra y Cía S.A. (Cortesía
del CF Sasía)
Es probable que
el “Benisaf” pasara los primeros tres años de su vida transportando carbón,
pues su armador Mesnier (Societé Navale de L’Ouest) estaba asociado a
Poingdextre, un conocido exportador de este combustible. Lo cierto fue que en
1885 Poingdextre, Mesnier & Co fue absorbida por la SCAC, sociedad creada
por un grupo minero para cubrir sus propias necesidades de transporte y, aquel
mismo año, el “Benisaf” y otros tres buques muy parecidos fueron vendidos en un
solo paquete y por 49.500 libras a Ibarra y Cía., de Sevilla.
Casualmente
1885 fue el año en que, por primera vez, en el Reino Unido se construyeron más
buques de acero que de hierro, permitiendo aligerar los cascos y aumentar su
capacidad de carga y autonomía.
La
disponibilidad de aceros fiables a precios asequibles también permitió aumentar
la presión de trabajo de las calderas y, precisamente a partir de aquel año,
casi todos los vapores de nueva construcción montaron máquinas de triple
expansión, mucho más eficientes por unidad de combustible que las “compound” de
doble expansión.
Reinventado el
mercante de vapor para el próximo medio siglo, quedaba buscar un destino a la
flota existente y, en ese contexto, podemos contemplar la llegada a nuestro
país de estos cuatro vapores. Un buque de cabotaje no necesita estar a la
última en consumo ni autonomía, y 1885 también fue el año en que la Naviera
Vasco Andaluza (Ibarra y Cía) absorbió a sus primos vascos (J.M. de Ybarra y
Cía), extendiendo sus líneas de cabotaje.
La nueva línea
entre Bilbao, Marsella y puertos intermedios precisaba siete barcos, y estos
cuatro debieron venirles al pelo: así, el “Landore” y el ”Cypriano” (que eran
gemelos) pasaron a llamarse “Cabo Creux” y “Cabo Ortegal”, y el “Lavrion” y el
“Benisaf” (que también lo eran, pero unas 200 tons más grandes y un año más
modernos) “Cabo Mayor” y “Cabo Machichaco”.
La mejor foto disponible
del “Cabo Machichaco”... es la de su gemelo el “Cabo Mayor”, embarrancado
¡precisamente en Cabo Mayor!. González Echegaray describió este accidente
como “...un caso pintoresco de extraña atracción por simpatía entre tocayos;
las amuradas del barco de Ybarra parecían a la bajamar, después del desastre,
un cartel señalizador del paisaje”. Obsérvese que ya no va aparejado de velero,
así como el característico saltillo de popa con la escotilla de la bodega nº 3 (Foto
de autor desconocido)
Si como dicen
los barcos odian que les cambien de nombre, el “Lavrion” se vengó a conciencia,
porque al año siguiente y con el nombre de “Cabo Mayor” en las amuras fue a
estamparse a un cuarto de milla de la farola... ¡de Cabo Mayor! cuando,
procedente de Bilbao y con cuatro pasajeros a bordo, se le cerró en niebla la
entrada de Santander.
No hubo daños
personales, pero el buque se perdió totalmente con una carga que incluía
productos siderúrgicos... y dinamita; el “Benisaf” debía estar tan unido a su
gemelo que, con lo grande que es la mar, se las arregló para venir a morir a
dos millas de su tumba.
Siete años
después de la pérdida del “Lavrion”, los “Cabos” de “La Vasca” (como llamaban a
esta naviera en mi pueblo) seguían tocando Santander, incluyendo los de las
líneas de Sevilla y Marsella, que procedentes de Bilbao llegaban todos los
domingos por la tarde, o mejor dicho... casi todos.
El 24 de
Octubre de 1893 el “Benisaf”, ahora “Cabo Machichaco”, inició ruta saliendo de
Bilbao para Santander, donde debió llegar tras unas seis horas de viaje.
No era domingo
sino martes, pero había cólera en Bilbao y las medidas sanitarias trastocaban
cargas y horarios; al “Cabo Machichaco” esta vez le aplicaron el reglamento,
enviándole a pasar diez días de cuarentena fondeado en el culo de la bahía,
junto al lazareto de Pedrosa.
Pasados once
años desde su construcción sus palos ya habían perdido el aparejo de goleta,
pero siete después de la pérdida del “Cabo Mayor”, la carga que desfilaba
semanalmente por Santander parecía la misma.
A finales del
siglo XIX buena parte de la industria química y siderometalúrgica española
estaba concentrada en Vizcaya y, con el transporte terrestre en mantillas, la
propia expansión del ferrocarril debía exigir un aporte extra de viguería,
raíles... y dinamita, que ya se empleaba ampliamente en la minería. .
Este viaje el
“Machichaco” había llegado con 1.616 toneladas de carga general, incluyendo 398
de barras y flejes de hierro, 356 de lingote, 105 de hojalata, 68 de tuberías y
otras 55 de cubos de hierro, clavos, raíles, etc.
También había
200 toneladas de harina, 44 de vino, 42 de papel, 38 de tabaco, 20 de madera y
un sinfín de pequeñas partidas incluyendo licores, brea, aceite, tejidos,
pinturas, productos de droguería y 12 toneladas de ácido sulfúrico en 20 cascos
de vidrio estibados en cubierta, contra las brazolas de las escotillas de las
dos bodegas de proa.
Por desgracia,
el “Cabo Machichaco” también transportaba 1.720 cajas de dinamita con un peso
bruto de 51.400 kg, y aunque el explosivo no pasaría de 43 toneladas (25 kg
netos por caja), era una cantidad cuatro veces superior a lo normal por haber
faltado buque la semana anterior y, además, llevar la carga de dos líneas
(Sevilla y Marsella).
De esta
dinamita 20 cajas iban destinadas a Santander, 900 a Sevilla y 800 a Cartagena
y, salvo 463 cajas de esta última partida estibadas en la bodega de popa, el
grueso estaba distribuído entre las dos de proa.
Consta que los
entrepuentes de estas dos bodegas iban “materialmente atestados” de viguería de
hierro, por lo que la dinamita iría estibada en los planes, situados sobre
tanques de lastre y empaletados con madera.
En 1867 Alfred
Nobel había conseguido estabilizar la nitroglicerina utilizando tierra de
diatomeas (“kieselguhr”) como absorbente de un 50-75% de explosivo y papel
parafinado para encartuchar el producto.
Esta dinamita
de base inerte y el detonador de fulminato de mercurio marcaron un antes y un
después, y ya en 1872 se instaló en Galdácano (cerca de Bilbao) una fábrica
cuya producción se distribuía por el litoral español en vapores de la Vasco
Andaluza sin mayores problemas.
A decir verdad,
en cierta ocasión el “Cabo San Antonio” sufrió un incendio en la mar y su carga
de dinamita se chamuscó un poco, pero todos sabemos que, en ausencia de
detonador, la dinamita se limita a arder tontamente, ¿no?
Por si acaso,
el Reglamento del Puerto de Santander de 1889 obligaba a los buques que
transportaban explosivos a descargar en gabarras fondeados en La Magdalena o,
alternativamente, utilizar los “remotos” muelles 7 y 8 de Maliaño.
Puede que el Reglamento fuera ambiguo (no pude localizarlo) pero, contra lo que a veces se cree, no impedía atracar a estos buques; en cambio, parece que el “destierro” que les imponía se extendía a operaciones con alcohol y aguardientes.
¡Vaya
ruina!, aunque... bien mirado, en régimen de cabotaje no había obligación de
declarar las mercancías en tránsito sino las destinadas a cada puerto, y la
única carga “sensible” que transportaba el “Machichaco” para Santander eran 20
cajas de dinamita y 10 de ron. Total..., por 30 miserables cajas... ¡y después
de 10 días fondeados...!
DE PEDROSA A
SANTANDER
El tres de
Noviembre de 1893 y una vez finalizada su cuarentena el “Cabo Machichaco”
levantó el fondeo, dirigiéndose al muelle saliente nº 1 de Maliaño donde quedó
atracado alrededor de las 0700: estaba en el puñetero centro de la ciudad.
Uno podría
imaginar que, con los horarios manga por hombro y la urgencia de trasbordar
carga a otro buque que salía con la marea para Cuba, el “establishment” hizo
una excepción atracando al “Cabo” junto a dicho buque (el “Navarro”, que
ocupaba el muelle contiguo), pero González Echegaray no era ajeno al
“establishment” y lo vio desde otra óptica.
Según él, “todas las semanas entraban vapores de cabotaje con cargamentos variados y entre ellos casi siempre la dinamita y jamás fueron obligados a cumplir con lo preceptuado...”.
También apunta algunas
posibles causas: “...corruptela de prácticos,
consignatarios, capitanes, comandantes, aduaneros, ingenieros y en general a
negligencia de todo el mundo más interesado precisamente en que tal no
sucediera, y que habría de pagar tan caro las consecuencias y en su propia carne”.
Al menos se le
entiende, aunque más adelante se inclina a creer que las autoridades harían de
vez en cuando la vista gorda “...en el
entendimiento de que solamente se conducían partidas pequeñas sin mayor
importancia, y para evitar los gastos y trastornos que exigiría el cumplimiento
exacto del Reglamento del Puerto, con sus gabarrajes, movimientos, etc. Todo
era cuestión de ahorrar unas pesetas y de una corruptela sin importancia...”.
Como casi todo,
la importancia de una corruptela puede ser relativa, pero la “invisibilidad oficial” de 1.700 cajas de
dinamita no impedía que las 20 consignadas para Santander fueran perfectamente
“visibles” y, se mire como se mire, 500 kg de dinamita circulando por el centro
de una ciudad tienen una importancia destacada.
Por eso, aún estando de acuerdo con González Echegaray, no parece que nadie se tomara la dinamita muy en serio.
Escenario de la tragedia:
tras proyectar un plano de la época sobre otro actual, he podido trasladar la
línea de costa y los muelles de 1893 (en amarillo) sobre una fotografía de
2007, “atracando” un “Cabo Machichaco” a escala en el muelle correspondiente.
La mitad del buque que voló
(la de proa) está a la derecha, apreciándose perfectamente la explanada
(entonces atravesada por una vía férrea) donde se concentró la multitud
de curiosos y, a su izquierda, el monumento levantado en recuerdo de las víctimas.
El moderno avance de la
costa no debe achacarse a ningún “enfriamiento global”, sino a la “tectónica
urbana”
(Composición y rotulación
propias sobre un mosaico fotográfico de “Google Earth”)
Como casi todos
los muelles de Santander entonces, el asignado al “Machichaco” era una especie
de pantalán de madera que se proyectaba hacia la canal, en este caso hasta los
22 pies de calado; el buque había atracado Er al muelle, donde apoyaba
únicamente el tercio central de su eslora y, de modo característico, había
fondeado el ancla de fuera (“el remolcador de los pobres”) para facilitar la
maniobra de salida.
A Santander
venían consignados 298 bultos con un peso total de 40.167 kg (¡342,59 pesetas
de flete!), y hacia las 0800 se inició la descarga.
Debieron
empezar con 29 toneladas de papel de la bodega nº 2, la partida que urgía
transbordar, pero tras el recuento faltaban dos bobinas que las “autoridades”
del barco y el consignatario del “Navarro” localizaron en la bodega nº 3.
Da idea de la
prisa con que debió descargarse esta partida que las dos bobinas “perdidas”
hubieron de arriarse a la lancha del práctico y viajar en ella hasta el
“Navarro”, en plena maniobra de salida porque la marea no esperaba: no consta
la hora, pero métodos “paleo-astronómicos” me indican que la pleamar fue a las
1123 (HcL).
En algún
momento se descargaron las famosas 20 cajas de dinamita, que iniciaron un
peregrinaje en carro por media ciudad escoltadas por un guardia municipal, y
hacia mediodía finalizaron las operaciones en la bodega nº 2, que se cerró con
cuarteles continuándose la descarga de la nº 3.
Debían estar
terminando cuando, algo antes de las 1400, se echaron en falta cinco sacos de
otra partida (¡vaya mañanita!) y el 1er. oficial envió dos marineros a
buscarlos a la bodega nº 2.
Consta que al
levantar los cuarteles (no habría bocas de hombre) “...notaron que salía
humo por la sentina, humo que al parecer, procedía de popa, es decir, de la
parte de la maquinaria”; también consta que, tras dar la alarma, cuando
intentaron volver a colocarlos el fuego lo impidió.
El simple hecho
de levantar un par de cuarteles debió convertir una combustión incompleta en
todo un incendio, que pronto se garantizó el aporte de oxígeno merendándose el
resto.
En la época de
los hechos la prensa apuntó como causa más probable la más verosímil: los
currantes que acababan de trabajar en la bodega y una colilla, a lo que yo
añadiría la hipotética fractura de algún recipiente de “droguería” susceptible
de originar un incendio espontáneo en contacto con viruta, paja o papel de
embalar.
En 1900 el
Tribunal Supremo determinaría que el incendio se inició “...sin que haya
podido averiguarse la causa”, pero pasado siglo y pico es habitual
achacar su origen a la rotura de uno de los cascos de ácido sulfúrico estibados
contra las escotillas y subsiguiente caída de ácido a la bodega.
No puede
descartarse que la cubierta del “Machichaco” fuera de madera, pero las
cubiertas se diseñan para desembarazarse de los líquidos y, por añadidura,
entre la cubierta y el plan donde se originó el incendio había un entrepuente y
su carga.
Además, aunque
el ácido hubiera conseguido llegar al plan salpicando a través de las dos
escotillas (la de cubierta y la del entrepuente), el fuego debería haberse
originado en su vertical, mientras que el humo parecía venir de la parte de
popa.
Finalmente, ya
que esta parte era también “...la parte de la maquinaria”, cabe apuntar que
tras el mamparo de máquinas y contiguas a la bodega estarían la caldereta (en
servicio) y dos carboneras.
Localización del foco del
incendio a bordo del "Cabo Machichaco" y distribución general de los
espacios contiguos (Composición propia a partir del plano que encabeza este
artículo)
Buena parte de
los 35 tripulantes del “Cabo” (incluyendo su capitán, Don Facundo Léniz) eran
vizcaínos pero, en el siglo XIX, un incendio con el foco inaccesible solía ser
demasiado hasta para alguien del mismo Bilbao.
En este caso,
aún suponiendo (que es mucho suponer) que pudieran inyectar vapor a la bodega
para intentar sofocarlo, el cierre de la escotilla se había convertido en humo;
además estaba el detalle de que, en 1893, el único buque con equipos autónomos
y visores térmicos para atacar un incendio de raíz era el “Nautilus”, de Julio
Verne.
Pragmáticamente,
la tripulación conectó la bomba a la caldereta y se puso a arrojar chorritos de
agua por la escotilla: como entre las mangueras y el foco del incendio estaba
el entrepuente (atiborrado de viguería), se trataba de una medida ineficiente que
la presencia de dinamita en el plan convertía en un error garrafal pero,
sinceramente, ¿quién no lo habría intentado?
Aunque soplaba una brisa moderada del E, el día era soleado y el espectáculo pronto llamó la atención de los paseantes; el buque estaba atracado en lo que hoy es un relleno junto al muelle, inmediatamente a la derecha de la Estación Marítima vista desde tierra (ver gráfico).
Entre el buque y la costa había unos 50 metros de pantalán y, más
allá, una explanada (la actual Plaza de las Cachavas) de unos 100 metros de
fondo hasta los edificios de la calle Calderón de la Barca. José Mª Pereda,testigo del suceso, escribió que “Así resultó aquel
sitio como el fondo de una sima que se fue tragando poco a poco toda la gente
desocupada de la ciudad”.
Desocupados o
no también se fueron acercando diversas autoridades, empezando por el
comandante de Marina que, como tal, era capitán de puerto y responsable de
lidiar con el desaguisado.
Ocupaba el
cargo el CF Domenge, que había obtenido un ascenso por méritos de guerra en el
combate del Callao y otro más (acompañado de un balazo) en la insurrección de
Ferrol de 1872; obviamente, no debía ser un individuo propenso a asustarse.
Parece que
hacia las 1430 hubo conciliábulo entre comandante, capitán y consignatario
sobre la conveniencia de alejar el buque del muelle y fondearlo en la bahía, y
que el comandante se opuso arguyendo que el fuego podría combatirse mejor con
los medios de tierra.
Alguien
describió estos medios como “no muy rumbosos”
y es posible que el comandante se equivocara, pero también lo es que, como se
afirma en el libro publicado por Ibarra, el ancla fondeada dificultara la
maniobra.
En todo caso,
el capitán informaría al comandante del “asuntillo” de las 1.700 cajas de
dinamita “invisibles” (¿cómo iba a poder ocultarlas al día siguiente?),
dinamita que, por supuesto, jamás podía explotar sin detonadores y bla, bla,
bla, y el comandante debió creerle porque, hasta donde ambos sabrían, esa era
la verdad.
Si no lo fuera,
un héroe de guerra y un tipo de Bilbao podían enfrentarse perfectamente a un
cargamento de explosivos en llamas, pero quiero pensar que nada, ni siquiera la
autonegación de haber metido la pata hasta los corvejones atracando aquella
ruina en pleno centro urbano, les habría impedido despejar la explanada de
curiosos.
DE SANTANDER
AL CIELO
En 1893 se
sabía que, en efecto, la dinamita del tipo que nos ocupa “...arde sin explosión y lentamente .../... una mecha sin
fulminante no produce ningún efecto sobre la dinamita” y, normalmente, “...ni
el choque ni la trepidación pueden hacerla estallar”.
Pero también se
sabía que “Aunque la nitroglicerina es insoluble en
el agua, y por tanto también debe serlo la dinamita .../... un cartucho
sumergido en el agua acaba por disolverse o desparramarse en pequeñas gotas de
nitroglicerina, mientras el absorbente pierde completamente el explosivo para
empaparse de agua. Esta, cuando lleva en suspensión gotas de nitroglicerina,
puede estallar al menor choque o vibración.”
Debía ser
información “Top Secret”, porque durante casi tres horas la tripulación del
“Machichaco”, los bomberos municipales, dos buques aljibe y dos trozos de
auxilio se afanaron en arrojar agua al fuego ante las mismas narices de las
autoridades.
Da idea de los
medios de la época que, con semejante despliegue, la bodega no resultara
inundada y el fuego ganara la carrera al agua: sobre plano la bodega nº 2
cubicaría poco más de 400 m3 hasta el entrepuente, pero su mamparo de proa no
era estanco y por él debió pasar a la nº 1 el agua… y el fuego.
Hacia las 1445
se incorporaron a los trabajos siete tripulantes del vapor “Vizcaya” con su
capitán al frente, pero a las 1500 las dos bodegas ardían en pompa.
Estaba claro que el incendio no iba a poder controlarse con medios ordinarios y el comandante decidió inundar directamente las bodegas con agua del mar, lo que implicaba hundir al menos la parte de proa.
Según una publicación de la
época, esta foto estaría sacada a las 1600 horas.
Se aprecia la aleta de Br del “Cabo Machichaco” con su nombre y matrícula
visibles, así como el viento del E y la ausencia de los dos botes de la
toldilla, arriados para salvarlos de la quema.
En la zona incendiada están
abarloados y bombeando agua el aljibe de la Junta y el del tren de dragado, acompañados
probablemente de la lancha de vapor “Julieta”.
Más a popa (en la zona de
máquinas) se han dispuesto defensas de costado, posiblemente ante la inminente
llegada del vapor auxiliar de Trasatlántica que transporta un trozo de auxilio (Foto
de autor desconocido)
Cuando un
accidente se lleva por delante a testigos y protagonistas es difícil
describirlo honradamente sin que los “al parecer” desborden el relato, y al
parecer el método inicialmente elegido para inundar las dos bodegas de proa fue
comunicarlas con la mar mediante un trabajillo de fontanería en máquinas,
presumiblemente a través de sus raquíticas líneas de sentinas.
Era previsible
que el agua penetrara en estas bodegas con cierta parsimonia, aunque quizá no
tanto que, de paso, se inundara la máquina (y en menor medida la bodega de
popa), obligando a apagar la caldereta y dejando al buque sin bomba de
contraincendios, chigres ni molinete.
Hasta entonces
se había intentado poner a salvo parte de la carga descargándola pero, ya sin
plumas y por si acaso, la tripulación empezó a poner a salvo del fuego botes
salvavidas y otros equipos.
No era para
menos: las llamas que salían por las escotillas llegaban a media altura del
palo, y a popa amenazaban el puente.
En determinado
momento se corrió por el muelle la voz de que el buque transportaba dinamita y
centenares de mirones pusieron pies en polvorosa, pero enseguida volvieron tras
comprobar que las autoridades seguían a pie de obra porque, de haber peligro,
¿quién iba a estar mejor informado que los mandamases?.
No les faltaba
razón, ya que además del comandante de Marina y su segundo, a bordo o al
costado del buque estaban el gobernador civil, el alcalde, varios concejales,
el jefe de la guardia municipal, el ingeniero de obras del puerto, el
gobernador militar, el coronel del regimiento de Burgos, el marqués de Pombo,
jueces, fiscales, oficiales del Ejército y de la Armada, prácticos, vistas de
Aduanas y una pléyade de secretarios y ayudantes.
El día anterior
había llegado de La Habana el correo “Alfonso XIII”, de la Cía. Trasatlántica,
que tras desembarcar el pasaje continuaba amarrado a su boya en la canal; hoy
sería difícil explicar el “caché” que tenían esta compañía, sus barcos y sus
capitanes, así que no lo intentaré.
Baste decir que
hacia las 1600 se presentaron al costado del “Machichaco” con su propio vapor
auxiliar (el “Santander”) y un impresionante trozo de auxilio de cuarenta
personas que incluía al capitán sub-inspector de la naviera en Santander, el
capitán del correo, oficiales de cubierta y máquinas, médico, practicante, un
grupo de subalternos y los siete tripulantes del “Santander”.
Dice la leyenda
y recogió esta Revista [General de Marina] (Abril de 1944) que, a su llegada,
el capitán del “Alfonso” (Don Francisco Jaureguízar, TN de 1ª Clase de la
Reserva Naval) preguntó a su colega del “Cabo” “¿Hay dinamita a bordo,
Léniz?” y que este le respondió “La que traía para acá ya está desembarcada”, pero siendo
como eran buenos amigos y “de familia conocida”, no creo que a Don Facundo le
interesara que le rompieran la cara al día siguiente.
Además, en el
“Cabo” no estaban para sutilezas y, dando el barco por perdido, se apresuraban
a salvar lo salvable: un testigo que pudo contarlo escribió que: “...tiznados, calados de
agua, con prisas de locos, salían y entraban por las escotillas los tripulantes
y los demás hombres que se ocupaban en salvar efectos y mercancías. Quién
sacaba un lío de ropa, quién un baúl, quién un mueble, quién estuches de aparatos
y útiles de los navegantes...”.
La sobrecarga
de autoridades tampoco ayudaba: “...la gente
respetable, los que ejercían allí alguna autoridad, voceaban órdenes que nadie
oía. Todos eran a mandar los unos, todos eran a trabajar sin sumisión a órdenes
los otros”.
Para mí que, en la mejor tradición mercante, la tripulación del “Machichaco” ya había detectado que el principal peligro lo representaban las autoridades de tierra.
Esta foto aparenta ser casi
simultánea de la anterior (hacia las 1600 horas): aunque el agua embarcada ha
originado unos 8º de escora a Er, no hay asiento aproante significativo.
A la izquierda del buque,
bajo el cabo de través, se aprecia el pantalán con menos de media marea y sobre
él un grupo de personas, probablemente autoridades o fuerzas de seguridad por
tratrarse de una zona restringida; la multitud de curiosos quedaría más a la
izquierda y fuera de encuadre.
Por sus dimensiones y
características, cabe la posibilidad de que el buque que se ve a la derecha sea
el vapor auxiliar de Trasatlántica (Foto de autor desconocido)
Tras el
accidente se dijo que el buque llegó a apoyar la proa en el fondo, pero, sobre
el papel, a las 1630 debía haber 7,80 metros de calado en el muelle y el “Cabo”
solo medía 6,80 de la quilla a la cubierta superior, que habría quedado a ras
de agua “expulsando” las embarcaciones abarloadas.
Confirman estas
cifras las fotos tomadas tras el hundimiento, que muestran la cubierta
“saltillo” (un metro más alta que la superior) a ras de agua en bajamar.
Así, parece más
verosímil otra versión según la cual, a esa hora, el gánguil “San Emeterio” se
mantenía listo para tomar a remolque el vapor incendiado: con el “Cabo”
flotando casi adrizado, podía suponérsele la estabilidad necesaria para
atravesar en cinco minutos los 300 metros que a finales del siglo XIX tenía la
canal y varar en el arenal del otro lado, donde las llamas no amenazarían el
muelle de madera ni su hundimiento inutilizaría el atraque.
Obviamente,
antes había que aflojar el freno del ancla fondeada (presumiblemente ya
desembragada), largar cadena con la arrancada y confiar en que filara por ojo
(dudoso) o que alguien pudiera desenmallarla.
No sorprende
que el comandante prefiriera hundirlo donde estaba, pero como el buque se
tomaba su tiempo ahora ordenó “que se cortaran los tubos de los jardines” (sabotear los WC)
y que “se abriera un boquete en la mura de babor” (supongo que ya
habrían lastrado los dobles fondos).
Una pequeña
multitud que incluía la mayor parte de las autoridades (¡se habló de 86
personas!) pasó a las embarcaciones abarloadas para botar los remaches del
costado y, de paso, evitar naufragar en puerto.
Por desgracia
los remaches se botan a castañazos, y nadie debió ver las pegas de utilizar
mandarrias y cortafríos contra las paredes metálicas de un vaso de
nitroglicerina.
En aquel
momento estaban abarloados al “Cabo” dos aljibes, una lancha de vapor y el
“Santander”, que junto con el buque incendiado sumarían un centenar largo de
personas.
En tierra la
multitud seguía absorta el espectáculo: como poco, habría unos tres mil
“espectadores” entre la explanada y los edificios cercanos en un radio de unos
200 metros.
Como en el caso
del incendio, es difícil que llegue a saberse con certeza el origen de la
explosión, pero es un hecho que ocurrió hacia las 1645, pocos minutos después
de que empezaran a darle a la mandarria; también es un hecho que la dinamita de
la bodega nº 3 no estalló, por lo que solo lo hizo la parte no quemada de las
31 toneladas restantes.
Fue una especie de cañonazo de metralla
disparado hacia el cielo, con la parte sumergida del buque haciendo de culata,
sus costados de tubo, las escotillas de boca y los entrepuentes y su carga de
proyectil.
Antes de
reventar, este “cañón” confirió a la explosión tal componente vertical que,
aunque por fuerza debían estar a menos de 50 metros, sobrevivieron más de la
mitad de los tripulantes del buque, casi todos subalternos ocupados en “salvar
los muebles” a popa.
En cambio,
quienes estaban a proa o en las embarcaciones abarloadas (que se hundieron)
recibieron el impacto de lleno: así pereció el capitán Léniz, todos sus
oficiales (salvo el 1er maquinista) y maestranza, el trozo de auxilio del
“Alfonso XIII” y la práctica totalidad de las autoridades.
A excepción de
la “zapatilla”, la mitad de proa del “Cabo” se desintegró convirtiéndose en
metralla, pero desde el mamparo proel de máquinas hacia popa quedó
relativamente intacto, hundido y algo separado del muelle.
A varias
personas la explosión les recordó una “pirámide invertida” y, en efecto, parece
que la mayor parte de los fragmentos metálicos siguió una trayectoria
parabólica (“...se elevaron a gran altura, se esparcieron en el aire
como luces de cohete...”) cayendo sobre calles y tejados en un radio de
unos 700 metros.
Con todo, algunas piezas más compactas aparecieron a 5 km de distancia.
Las guías de emergencias
modernas prescriben que, en un incendio como el del “Machichaco” (mercancía
encajonada tipo 1.1: explosivos con peligro de explosión en masa), si el fuego
alcanza la carga debe dejarse que arda y evacuar a todo el personal (incluyendo
los bomberos) en un radio de 1.600 metros.
En este gráfico se ha
marcado dicho radio en amarillo, en verde los lugares habilitados en Santander y
en 1893 para operaciones con explosivos y, en rojo, un muestreo de lugares
donde “aterrizaron” fragmentos pesados del buque o de su carga.
Es evidente que, con la
extensión que entonces tenía la ciudad, de haberse utilizado el atraque o el
fondeadero prescritos los daños a las personas habrían sido mucho menores (Composición
y rotulación propias sobre un mosaico fotográfico de “Google Earth”)
Naturalmente,
el efecto sobre la multitud que estaba en las proximidades fue espantoso, no
tanto por la explosión como por la metralla.
Así, aunque se
produjo la inevitable onda de choque (“las boinas
más apretadas eran arrancadas de las cabezas por aquella ráfaga y proyectadas a
larga distancia”), el número de víctimas por “blast injury” primario
(sobrepresión) parece haber sido mucho menor que por secundario (fragmentos) o
terciario (personas arrojadas contra objetos).
En los primeros
600 metros hubo que sumar el efecto de centenares de toneladas de agua y fango
caídas del cielo, que arrastraron a las personas; para colmo, la explosión
produjo un movimiento sísmico (“...persona hubo que al huir cayó y se levantó cinco o
seis veces sin que hubiera para ello otra razón que la fuerte trepidación del
suelo”) con daños adicionales a los edificios.
Unas 300
personas debieron morir casi en el acto, y el resto hasta un total de 575 en
los días y semanas siguientes; otras 500 sufrieron heridas graves y, entre
1.500 y 2.000, de diversa consideración.
Buena parte de
esta matanza se debió al cargamento de vigas metálicas y raíles de los
entrepuentes, que actuaron como guadañas en la multitud: baste señalar que,
solo en el recinto de la catedral (a más de 200 metros), cayeron unas sesenta
vigas de 300 kg cada una.
OTRA VEZ DE
SANTANDER AL CIELO
Dice una
asistenta en sus memorias que, “cuando Dios aprieta, ahoga pero bien”, y aquel
Noviembre apretó a conciencia: tras la explosión varios edificios comenzaron a
arder, probablemente por proyección de fragmentos incandescentes.
Era un momento
claramente inoportuno porque acababan de perecer o quedar neutralizados 20
bomberos con su equipo, lo que en una ciudad de menos de 50.000 habitantes
significa quedar en chasis.
Con los
bomberos habían resultado neutralizados 25 guardias municipales y unos 40
guardias civiles y carabineros, es decir, buena parte del personal cualificado
para atender emergencias; además, los supervivientes estaban descabezados salvo
en lo referente al alcalde y el gobernador militar, “solamente” descalabrados.
Sirva de
muestra lo ocurrido a la Corporación de Prácticos, que perdió a cinco de sus
miembros incluyendo el práctico mayor.
Así, los
incendios quedaron desatendidos hasta que bajó a la ciudad el [teniente] coronel de Ingenieros Bruna, que aparentemente salvó la vida por estar en su destino; tras
localizar a la única autoridad “operativa” (el presidente de la Diputación),
ofrecerle sus servicios y serle aceptados, consiguió reunir una “fuerza” de un
bombero y cuatro paisanos; aquella noche recibiría refuerzos de la guarnición
local (sin “herramientas”) y “6 u 8 bomberos y algunos enseres para incendios”.
Fue un bello gesto que no alteró el resultado previsible: pese a los esfuerzos de los bomberos enviados desde el resto de la provincia y, en los días siguientes, desde Bilbao y San Sebastián, durante una semana las tres calles paralelas al muelle ardieron hasta los cimientos, pero al menos consiguieron mantener el incendio localizado.
Los restos del “Cabo
Machichaco” tras la primera explosión: tres calles (fuera de la foto y a la
derecha) han quedado arrasadas, pero el muelle y la mitad de popa del buque
permanecen relativamente intactos.
A la vista de los planos,
en el momento de hacer esta foto en el costado de Er hay una sonda de unos 8,80
metros, un metro más que la que en teoría debía haber en el muelle a la hora de
la explosión, lo que sugiere que, con la proa hundida, en aquel momento la
cubierta afectada por el incendio (un metro más baja que la de popa, por el
saltillo) debía quedar a ras de agua. (Foto de autor desconocido)
El primer
informe “oficioso” de las causas del accidente lo emitió el obispo al día
siguiente, advirtiendo que “...la imprevisión y
la codicia han podido tener no pequeña parte” y, tras recordar que “no caerá un cabello
de nuestra cabeza sin la permisión de nuestro Padre celestial”, invitó a
la chocada población a examinar “...si las
blasfemias, la profanación de las fiestas, y otros pecados públicos que se
consienten .../... pueden haber provocado su justo enojo...”.
Siendo un
reconocido asceta, y por añadidura foráneo, se explica que el buen prelado
desconociera lo difícil que es pecar en Santander.
No andaban
mejor informadas otras autoridades, y cuando pasados seis días se anunció que
parte de la dinamita seguía a bordo e iba ser extraída, los escarmentados
ciudadanos huyeron de la capital por millares.
Dicen las
crónicas que, “para infundir la calma a los vecinos que quedaron en Santander la
tarde en que se comenzó la extracción, el ministro de Hacienda, señor Gamazo,
el Gobernador civil, señor Jimeno de Lerma, el señor marqués de Comillas, el
presidente de la Diputación, señor Sainz Trápaga, y varios diputados y
concejales, recorrieron la ciudad y se estuvieron paseando por los muelles”;
sin duda, los españoles podemos tropezar dos veces con la misma... bomba, pero
nadie nos negará genio y figura.
Con el 5% de
los habitantes de Santander muertos o heridos sobraban motivos para el mosqueo,
pero... ¿cuándo se ha visto a un ministro de Hacienda mal informado?.
La misma
crónica recogió que “dos días después de haberse comenzado la extracción, la mayor parte
de los vecinos habían vuelto a sus casas, no muy tranquilos, pero sin aquel
temor a otra explosión...”
En realidad
sobraban motivos para el temor porque, al hundirse el barco, las 463 cajas de
dinamita (11,5 toneladas de explosivo) de la bodega nº 3 habían quedado
sumergidas, liberando parte de su nitroglicerina.
En el Derecho
Marítimo, un naviero puede limitar su responsabilidad civil tras un percance al
valor residual del buque y los fletes, lo que en el argot se llama “abandono”;
como era previsible Ibarra ejerció este derecho, pero antes tuvo el detalle de
donar una cantidad a las víctimas y ofrecerse a retirar la dinamita.
Había
nitroglicerina por todas partes y, quizás, lo más acertado habría sido volar
los restos en pleamar tras aligerarlos de metralla, pero... ¿quién se resiste a
una escotilla abierta?: inevitablemente, se empezó a “aligerar” dinamita.
En un ambiente
de general inquietud, supervisaban la faena el (nuevo) comandante de Marina, CF
Ferrándiz, el (nuevo) ingeniero del Puerto y otro de la fábrica de Galdácano,
que hasta el 19 de Febrero consiguieron sacar buena parte de la carga y la casi
totalidad de la dinamita sin romper un plato.
También sacaron
tonelada y pico de nitroglicerina (absorbida con una bomba especial), pero
cuando la temperatura del mar bajó a unos 13ºC el explosivo se congeló,
haciéndose aún más intratable.
A partir de
aquí no debieron verlo claro y, tras plantearse volar lo que quedaba (entre 2 y
4 toneladas de nitroglicerina), surgieron voces e intereses discordantes, el
tema se politizó y el 4 de Marzo se constituyó por Real Orden una Junta Técnica
para buscar una solución definitiva.
La componían el Director de la Escuela de
Torpedos (CF Bustamante), el Inspector General del Cuerpo de Minas y el
Subdirector General de Obras Públicas, que llegaron a Santander el 15 de Marzo
siendo recibidos por una multitud que les siguió hasta el muelle a reconocer
los restos.
Según la prensa de la época, aquella fue la primera noche en más de cuatro meses que la población durmió relativamente tranquila, pero a lo mejor sólo estaban pasmados.
Trabajos para recuperar
dinamita entre las dos primeras explosiones.
La grúa flotante de la
izquierda debe ser la "Priestman" de la Junta, que resultaría
destruída en la segunda explosión, y su aparejo pende sobre la escotilla
sumergida de la bodega nº3, junto al buzo.
Los pescantes de la derecha
estaban situados inmediatamente a popa de la chimenea, y la superestructura que
emerge a popa es la cámara (Foto de autor desconocido) )
Tras estudiar
varias alternativas, el día 16 la Junta optó por continuar extrayendo carga y
desguazando superestructura, y el 18 se animó a meter mano a la nitroglicerina
congelada con agua caliente (y mucho cuidado).
Parece que
también se imprimió un nuevo “ritmo”, porque ahora los buzos trabajaban de
noche e incluso se retiraban planchas del casco... ¡botando remaches!
Hacia las 2000
del día 21 de Marzo un buzo bajó a la bodega con una “nueva lámpara de cien
bujías” y hacia las 2110 se produjo una explosión que desintegró lo que quedaba
del casco a popa de la bodega nº 3, matando a 15 personas, hiriendo a otras 9 y
liquidando buena parte del material flotante de la Junta del Puerto que había
sobrevivido a la primera explosión.
Esta vez el
soliviantado vecindario intentó asaltar el Gobierno Civil, las oficinas de
Ibarra y dos de sus buques, y cuando la Guardia Civil salió a la calle con
bayoneta calada, fue recibida a pedradas por grupos que hubieron de ser
disueltos con disparos al aire.
En la tónica
habitual de combatir la alarma social sobrerreaccionando (¡qué remedio!), se
decidió evacuar la ciudad de Santander (así, como suena) y volar lo que quedaba
del barco, explosionándose el día 30 desde el cañonero de la Armada “Cóndor”
varias cargas dispuestas por el CF Bustamante con los santanderinos
contemplando la faena desde las alturas próximas.
No se apreciaron explosiones secundarias,
aunque para entonces no debía quedar gota de explosivo sin estallar ni pez en
la bahía con el oído sano.
Lo que quedaba del “Cabo” se extrajo entre 1895 y 1896 salvo parte de la zapatilla, que apareció al dragar la zona en 1947 para construir el actual Muelle de Bloques.
Estado del casco después de
cada una de las dos primeras explosiones (Fotocomposición de dos dibujos
escaneados del libro “La Catástrofe del Cabo Machichaco”, con rotulación
propia)
En 1896 la
jurisdicción de Marina dictó auto de sobreseimiento por no apreciar
responsabilidad criminal de tripulantes ni autoridades en la pérdida del buque
pero, pese a haberse ejercido el “derecho de abandono”, la aseguradora “La
Unión y el Fénix” reclamó a Ibarra por vía ordinaria las cantidades abonadas a
sus asegurados y, tras perder el caso, recurrió al Supremo.
La naviera
alegó que el capitán Léniz “...no tuvo directa ni indirectamente la menor culpa del
suceso...” origen de la explosión, el celo para que las mercancías
peligrosas “...fueran estibadas con todas las precauciones que la
ciencia y la práctica aconsejaban...”, el “...ser conocida por
las Autoridades la existencia de dinamita a bordo, y haber atracado siempre los
buques con explosivos a todos los muelles”, y que el comandante de
Marina “...con autoridad plena asumió el mando de
la nave, y sin duda entendió que para las personas no había señal más segura
del peligro que la manifestación del incendio”.
En sentencia de
23 de Junio de 1900, el Tribunal Supremo consideró la demanda carente de
fundamento, condenando a la aseguradora al pago de las costas y la pérdida del
depósito constituido.
Tras sobrevivir
como crucero auxiliar a varios ataques norteamericanos, ya en su vejez el
correo “Alfonso XIII” aprovechó una escala en Santander para suicidarse
borneando con la marea hasta quedar atravesado a un ventarrón del S.
Así, escorado a
Er y con la cara vuelta al muelle donde 22 años antes había visto morir a sus
hombres, se dejó ahogar por una plancha descosida del costado de sotavento;
como aquel 3 de Noviembre estaba amarrado a “su” boya, a unos 600 metros de la
tumba del “Machichaco”, y aunque se llevó al fondo un perro chihuahua que venía
de encargo, de los suyos permitió que se salvara hasta el gato (negro).
Parte de la
zona destruida por el fuego en 1893 volvió a arder en el incendio que arrasó la
ciudad en 1941; al día de hoy en la explanada donde murió tanta gente hay un
monumento que recuerda la catástrofe y, cada 3 de Noviembre, el Ayuntamiento de
Santander sigue depositando unas flores.
BIBLIOGRAFIA
Y FUENTES
Este artículo se basa fundamentalmente
en la “Noticia Circunstanciada de la Explosión del Vapor Cabo Machichaco” (La
Atalaya, 1894), en otro libro del que es coautor y director José Luis CasadoSoto (“La Catástrofe del Machichaco”; Autoridad Portuaria de Santander, 1993) y
en un tercero de Rafael González Echegaray (“Naufragios en la Costa de
Cantabria”; Ed. Estudio, 1976).
He podido acceder a los dos primeros
gracias al citado José Luis Casado, director del Museo Marítimo del Cantábrico
e historiador marítimo con una bibliografía y entusiasmo por nuestra historia
que apabullan.
Al CF (RNA) Sasía le debo el acceso a
la obra de Adolfo Castillo e Iñigo Ybarra (“La Naviera Ybarra”; Ybarra y Cía.,
2004), y a través de ella a los planos del “Machichaco” y los sobordos de carga
de su último viaje.
Los datos sobre construcción naval en
el siglo XIX proceden del volumen VI del “Conway’s History of the Ship” y, para
detalles puntuales, he utilizado entre otros un artículo de Juan Llabrés Bernal
publicado en la RGM de Abril de 1944, otros dos trabajos del imprescindible
González Echegaray, un escrito de Aduanas casi inmediato a la tragedia (archivo
de la Autoridad Portuaria) y la sentencia del T.S. de 23 de Junio de 1900.
Resta aclarar que las mareas están
calculadas por el Método de Laplace y que las horas citadas deberían ser Hora
Civil del Lugar, porque en España no se estandarizó la HcG hasta 1901.