- Publicado en la Revista General de Marina en Mayo de 1999
- Divulgado en la web de don Juan Manuel Grijalvo
- Divulgado por la Revista Prácticos de Puerto
ÍNDICE.
- UNA NEGRA RECALADA
- UN NEGRO PANORAMA
- UNA NEGRA SUERTE
- UNAS NEGRAS CONSECUENCIAS
- UNAS NEGRAS CONCLUSIONES
- BIBLIOGRAFÍA
UN NEGRO ASUNTO
‘Torrey Canyon’
Por el Capitán de Corbeta don Luis Jar Torre
N la mañana del sábado 18 de marzo de 1967, un Capitán Mercante que se aproximaba a la costa SW de Inglaterra al mando del decimotercer buque más grande del mundo decidió pasar entre las Islas Scilly y las Seven Stones, una derrota inusual y expresamente desaconsejada por el derrotero correspondiente.
Su
buque embarrancó y se partió en dos, regando con la carga su sepultura al
morir.
También regó su cementerio, la región del país
en que se encontraba, buena parte del país vecino y, finalmente, amenazó con
regar al mundo entero.
Hasta
aquella mañana, cuando un simple buque de carga se destrozaba contra la costa
dejaba un hueco en el bolsillo de propietarios y aseguradores y, a veces, otro
mucho mayor en los corazones de las familias de sus tripulantes, pero en modo
alguno afectaba a la opinión pública.
Si
acaso, a nivel local algunos “vaya inútil”, “pobres hombres” o “qué cruel es la
mar”, y hasta la próxima.
Esta
embarrancada fue distinta, en tierra afectó a millares de personas y, en
consecuencia, trastocó seriamente la agenda de los “peces gordos” del reino.
En
la mar, las agendas de “peces chicos”, aves acuáticas y casi todo lo que se
movía resultaron destruidas sin más.
Como
había dado todo tipo de facilidades para ello, en la inevitable búsqueda de un
culpable resultó fácil crucificar al Capitán, por lo que la conclusión del
oportuno Comité fue que “... the Master alone is
responsible for this casualty”.
Claro
que dos de sus tres miembros eran un Ingeniero Naval y un Jurista.
Cinco
años después, y tras un exhaustivo estudio, la conclusión del Comandante Oudet,
del Royal Institute of Navigation, fue que, puesto que no existía una respuesta
racional para el proceder del Capitán, la explicación debería ser
necesariamente “irracional”.
No
hay idioma como el inglés de Inglaterra para escribir entre líneas, sobre todo
cuando, como era el caso, se escribe para iniciados.
Han
pasado más de treinta años y ya no hace falta escribir entre líneas sobre unos
hechos que, cuando comencé a navegar hace veinticinco, eran un secreto a voces
en los puentes mercantes y posteriormente han sido reiteradamente publicados
(en inglés, claro).
Este
artículo es un intento de racionalizar lo “irracional”, con la esperanza de
transmitir siquiera a un solo profesional que lo lea en español el beneficio de
unas lecciones sobre el factor humano en el puente de un buque aprendidas a un
precio exorbitante.
UNA
NEGRA RECALADA
Estoy
seguro de que a casi ningún marino que peine canas le será extraño el nombre
del petrolero “Torrey Canyon”.
Había
nacido en Norteamérica con 247 mts. de eslora y 67.000 tons. de peso muerto,
pero una posterior operación de cirugía mayor en Japón había convertido estas
cifras en 297 mts. y 117.000 tons.
Hoy
sería uno más entre centenares de petroleros de crudo de tamaño medio pero, en
1967, estas medidas y los 25.290 HP de sus dos turbinas de vapor engranadas a
un solo eje, le permitían patear los mares a más de 16 nudos con el orgullo de
ser uno de los mayores buques del mundo.
Sobre
el papel era un sueño de barco manejado por una dotación de primera. Claro que,
al mirar el papel con lupa, resultaba algo desconcertante comprobar que
pertenecía a una compañía norteamericana nominalmente establecida en Bermudas,
que lo había asegurado en Londres, abanderado en Liberia, tripulado por
italianos y arrendado a otra compañía filial de California, que a su vez lo
había subarrendado por un viaje a la British Petroleum.
Aquella
mañana de marzo estaba a punto de finalizar en Milford Haven un largo viaje
desde la terminal de Mina al Ahmadi (Kuwait), vía Sudáfrica, con algo menos de
120.000 toneladas de crudo a bordo.
Aunque
el Loran se había estropeado y no disponía del receptor Decca que hubiera hecho
innecesario este artículo, estaba razonablemente bien equipado y tripulado,
bastante mejor que muchos de los buques actuales.
En
la tarde del martes 14, con Tenerife por su costado de babor, el mastodonte
había arrumbado al 018, un rumbo que debería haberle llevado 5 millas al W de
Bishop Rock, pero que finalmente le condujo a la antesala del cementerio.
Poco
después, el Capitán recibió un telegrama en que se le informaba que, de no
llegar a Mildford Haven con la segunda pleamar del día 18 (a las 2300), debería
permanecer fondeado hasta el día 24, la próxima marea favorable.
Ningún
Armador tiene necesidad de explicar por escrito a sus Capitanes los costes
financieros de seis días de inactividad en un buque de gran tamaño, por eso han
sido elegidos y, se puede suponer, por eso hay tanto “viejo” con úlcera.
La
meridiana del día 17 confirmó que se iba por el buen camino, pero que se
llegaría a puerto a media tarde del día siguiente, muy justos, ya que antes de
atracar eran precisas cinco horas de trasiego para poner el buque en calados.
A
la vista del relativo buen estado de la mar, el 1er. Oficial tenía pensado
trasegar navegando (el Comité dijo que acertadamente), pero el Capitán era de
otra opinión y decidió trasegar fondeado a la llegada a puerto.
A
las 0240 del día 18 el Capitán se retiró a descansar, tras dejar escrito en el
Libro de Ordenes que se le llamara en cuanto aparecieran las Islas Scilly en el
radar o, en todo caso, a las 0600.
Firmaba
Pastrenglo Rugiati, un italiano de cincuenta y seis años, cuyo sistema nervioso
acumulaba más de veinte mandando petroleros y algunos más en embarques previos.
A
las 0400, con viento NW fuerza 5, fuerte marejada y buena visibilidad, entró de
guardia el Primer Oficial, un profesional al que los informes señalan como de
“substancial experiencia”.
Tras
conectar el radar a las 0500 en la escala de 40 millas, a las 0600, conforme al
Libro de Ordenes, telefoneó al Capitán informándole que no había rastro de
tierra. Hacia las 0630 ésta comenzó a aparecer en la pantalla, a unas 26 millas
y abierta una cuarta por babor, es decir, en la amura equivocada.
Cuando,
a las 0655, el Primer Oficial estuvo razonablemente seguro de que se trataba de
las Scilly cayó a babor al 006 (proa a las islas), e informó de nuevo al
Capitán, obviamente para recibir su decisión sobre si caer más a babor y seguir
la derrota prevista o caer a estribor dejando por babor la chata “Seven
Stones”, que se encuentra al E del homónimo y odioso roquedal situado a levante
de las Scilly.
Lo que recibió fue una importante racha, la
observación en términos poco amigables de que nadie le había autorizado a caer
a babor, y la pregunta de si el buque iba libre de tierra con el rumbo original
(el 018).
Tras
obtener una precipitada respuesta afirmativa de un Primer Oficial con los
esquemas rotos, le ordenó (“brusquely”,
según las fuentes) volver al 018. En realidad el buque no libraba, ya que, a la
distancia a que estaban de tierra (unas 18 millas), sólo se podía tener una
idea general de la situación.
Pero,
en todo caso, como se trataba de un “ajuste fino” perfectamente postergable, el
Primer Oficial decidió que por aquel día ya tenía las orejas calientes sin
necesidad de descolgar de nuevo el teléfono.
Y
así, una hora y cincuenta y cinco minutos antes del desastre, quedaron
establecidos los cimientos de la primera gran catástrofe ecológica por
contaminación masiva de hidrocarburos.
Creo
injusto continuar el relato de los hechos sin unas consideraciones que nos
permitan valorarlos antes de que alguien resulte crucificado de nuevo.
Quienes odien las divagaciones, viajar por los Cerros de Ubeda o, simplemente, prefieran ver la película sin sufrir el cine-forum, sepan que este artículo es “interactivo” y que pueden saltarse sin más el siguiente capítulo.
UN
NEGRO PANORAMA
Existe
una palabra del léxico marinero cuyo significado todos creemos conocer, pero
que jamás he conseguido encontrar en ningún diccionario, ni siquiera en los
especializados.
Si alguien cree tener un diccionario mejor que
los míos, le agradecería que buscara la descripción de “mamparitis”.
Así
pues, casi todos los marinos nos hemos visto afectados en algún momento por
una, digamos, afección profesional, que no puede diagnosticarse ni tratarse
porque sobre el papel no existe.
Como
ocurre con el mareo, hay una minoría inmune, otra minoría que jamás logra
adaptarse y, finalmente, una masa anónima de simples mortales que, tras llegar
a un acuerdo razonable con ambas pestes, sufrimos puntuales “indigestiones” y
“manías”.
Antes
de ingresar en la Armada, la codicia dio con mis huesos en una ruta que, a
escala mundial, estaba considerada como “la madre de todas las mamparitis”.
Raro
era el viaje sin alguna víctima más o menos evidente, pero otras “procesiones”
debían ir por dentro.
A
falta de opinión más autorizada, me atrevería a decir que un psiquiatra que
apareciera a bordo por arte de magia (no aceptaría ir de otra forma),
diagnosticaría “trastorno de la personalidad” en las mamparitis “graciosas”, y
alguna variedad de “estado depresivo” en otros casos que no tenían maldita la
gracia.
No
soy médico y conozco el refrán “zapatero a tus zapatos”, pero cuando he
necesitado un “zapatero”, con suerte, he recibido instrucciones por radio de
cómo coser una suela, porque, en los buques mercantes, los médicos abundan
tanto como los espectáculos de variedades.
Aunque
en la Armada también se habla de mamparitis, generalmente se hace en tono
chistoso, en diecisiete años apenas he visto un caso de los “malos”.
Y
es lógico, porque, contrariamente a lo que a veces se escucha, en las marinas
militares navegamos en condiciones mucho más humanas.
Para
empezar los buques suelen tener un puerto-base y, además, casi cualquier
problema personal o familiar originado por un largo embarque tiene solución a
medio plazo con un nuevo destino, muy posiblemente en tierra.
Un
marino mercante con problemas similares, sólo tiene por la proa interminables
decenios de embarque e incomprensión, a la espera de que la jubilación lo
devuelva a un hogar donde, a veces, ya es un extraño.
Por
eso digo y afirmo que, en la Armada, conocemos la “mamparitis” con minúscula,
no la “Mamparitis” con mayúscula.
La
Edad de Oro de la “Mamparitis” con mayúscula comenzó a raíz del cierre del
Canal de Suez en 1967, al generalizarse el transporte de crudo procedente del
Medio Oriente en petroleros de gran tamaño.
Cuando,
en 1975, me estrené como 3er. Oficial en dicha ruta, salíamos de España hacia
el Golfo Pérsico vía Sudáfrica en un viaje redondo de 62 días sin otra escala
que las 20 horas de carga en una boya, lejos de tierra.
A
la llegada a España, tras una descarga de 30 horas (en otra boya) con salida a
tierra para cortarse el pelo, comenzaba otro viaje.
Como
yo tenía la suerte de navegar en una compañía dirigida por seres humanos, cada
tres viajes (seis meses) me iba uno de vacaciones, y vuelta a empezar.
Pero
el convenio hablaba de ocho meses y (creo recordar) la ley hablaba de once a
bordo.
En
los buques de carga seca se decía (sólo medio en broma) que dos campañas eran
el límite sin lesiones cerebrales permanentes.
Como
en mi Escalafón hay compañeros que me conocen de aquella época, me apresuro a
confesar que, efectivamente, hice más de dos campañas (en realidad muy poquito
más ¿vale?).
A
partir del cuarto mes, en cuanto bajabas la guardia, acechaba la mamparitis con
una sintomatología que podía incluir irritabilidad, sublimación de lo
intrascendente, un amplio catálogo de filias y fobias o una imaginativa
variedad de supuestas enfermedades.
Sin ir más lejos, yo padecí una gravísima que
se curó por sí misma, pero no antes de que sus síntomas (¿o sería mi inglés?)
dejaran perplejo a un desdichado médico iraní.
Cuando
la víctima era el Capitán la cosa podía ser más seria y degenerar, según qué
Capitán, en prolijas Normas de Régimen Interior sobre asuntos claramente
risibles (leve), un “Oficial de Moda” muy odiado durante cierto período de
tiempo (más grave) o un período de “navegación creativa” (raro, pero muy
alarmante).
En
todo caso, no era infrecuente que las relaciones entre el Capitán y algún
Oficial se deterioraran de manera permanente por asuntos que, en otro entorno,
serían cómicos.
Sirva
de ejemplo mi primer enrole como 2º Oficial, episodio final de una reacción en
cadena iniciada cuando el Oficial de Guardia despertó de madrugada a un Capitán
cuyo insomnio e irritabilidad eran proverbiales para quejarse de que otro
Oficial le embromaba por teléfono.
Aunque
solía cumplirse que a más edad más rarezas, siempre me sorprendió que algunas
de las víctimas más ostensibles de este tipo de vida fueran Capitanes,
albergando sentimientos poco caritativos cuando me alcanzaba alguna racha
improcedente.
Con
los años, he comprendido que “el viejo” estaba solo entre los solos y resultaba
más vulnerable que los demás.
Desde
aquí les pido perdón, dondequiera que naveguen ahora, que algunos ya han
comparecido ante un Tribunal más benévolo.
Dicen
que cada barco es un mundo, pero así recuerdo la ruta del Pérsico, justamente
la que hacía el “Torrey Canyon”.
Y,
en este punto, hay que decir que el “viejo” del “Torrey Canyon” llevaba a bordo
exactamente doce meses y un día, sufría de insomnio, espasmos nerviosos y, cito
textualmente, “... su condición tuberculosa se dejó
ver inmediatamente después del accidente”.
Además, casualmente, se llevaba a matar con el 1er. Oficial que, coincidencias de la vida, llevaba a bordo un período de tiempo similar.
UNA
NEGRA SUERTE
Ya
puestos en “ambiente”, si volvemos al puente del “Torrey Canyon” podremos
saludar (con precaución) al Capitán, que ha subido poco después de las 0700.
En
ninguno de los tres estudios del accidente en que este artículo está basado se
menciona que, en los cincuenta y tantos minutos restantes de guardia, Capitán y
1er. Oficial cruzaran palabra ni que aquél diera ninguna orden.
Es
sintomático que, de los tres, sólo el escrito por un antiguo Capitán pueda
bosquejar el porqué.
En
su opinión, una vez “chorreado” el 1er. Oficial y dada la orden de volver al
018 (“su” rumbo), lo último que desearía el “viejo” sería cambiarlo de nuevo en
su presencia, dada la “natural” renuencia a admitir el error.
Así
pues, como no había peligro inminente, esperó a que el 1er. Oficial saliera de
guardia para tomar medidas.
Personalmente,
me atrevo a aventurar que pasaría la última media hora con cara de “todo está
previsto”, expresión levemente desdeñosa y dolor de estómago.
Dadas
sus horribles relaciones era lo “lógico”, si algún lector joven y optimista no
lo ve “lógico” y monta guardia de puente, es posible que la vida le tenga
reservada alguna sorpresa.
Finalmente
dieron las 0800, entró de guardia el 3er. Oficial, el Primero hizo mutis y
comenzó el último acto del drama.
A
diferencia del 1er. Oficial, su relevo, de 27 años de edad, tenía una
experiencia menos “sustancial”, ya que había obtenido el “carnet” el año
anterior.
Quizá
eso explique que, aparentemente, a partir de las 0800 las situaciones del
“Torrey Canyon” se obtuvieran por el rudimentario procedimiento de demora y
distancia radar a un único punto.
Fuentes
muy calificadas dijeron que “emplear tal método en
tal situación, sólo puede ser calificado de imprudente”, en todo caso me
abstendré de tirar la primera piedra (¿quién no ha pecado alguna vez?).
A
las 0818 (un tiempo “prudencial” tras el relevo), el Capitán tomó su decisión y
cayó a babor, primero al 016 y poco después al 013, dejando por estribor la
chata ”Seven Stones”.
Tal
maniobra indica que, al menos a partir de esta hora, pretendía pasar entre las
Scilly y las Seven Stones, un canal de cinco millas de ancho teórico pero que
el Derrotero desaconseja “especialmente en el caso de buques grandes”.
Qué
buscaba (o qué pretendía demostrar) el Capitán metiendo su mastodonte en aquel
roquedal lo dejaré a la opinión de cada uno, ya que el “atajo” en nada acortaba
su viaje y, en situaciones de estrés, he visto hacer tonterías a “viejos” a los
que, como marino, yo no llegaba a la suela del zapato.
La
industria aeronáutica, que disfruta de una “cultura” en seguridad muy superior
a la marítima, considera axiomático que los accidentes no se producen por una
sola causa.
En
este caso, la maniobra iniciada a las 0818 generó una cadena adicional de
“causas” que llevaron al “Torrey Canyon” a las piedras 32 minutos más tarde.
La
derrota posterior previsible sería caer a babor al 325 con las Seven Stones a
unas 5 millas por la proa (hacia las 0830), para pasar a unas 2,5 millas de los
bajos y volver a rumbo al quedar éstos por la aleta de estribor.
Pero
ocurrió que, a las 0825, había al menos dos pesqueros faenando al arrastre por
la amura de babor y, tras caer al 010, hubo que volver caer a estribor al 013 a
las 0830. A las 0842, el Capitán en persona pasó a gobierno manual, puso proa
al N y pasó de nuevo a automático.
En
aquel momento, los bajos deberían haber quedado ya abiertos por estribor, pero
la realidad era que estaban a dos millas por la misma proa.
La
noche anterior, el abatimiento producido por el viento NW había trastocado la
recalada, ahora la corriente de marea (0,8 nudos, dirección ESE) estaba
trastocando una navegación de por sí imprecisa.
A
las 0838 el Capitán había rechazado una situación del 3er. Oficial por ser “patently inaccurate”, pero le aceptó otra de las
0840 porque “was not obviusly in error” y la
usó para dar nuevo rumbo.
Hasta
este momento, las situaciones estaban basadas en puntos de tierra de
identificación dudosa.
A
las 0845 un estresado 3er. Oficial tomó una nueva demora, esta vez a la chata
“Seven Stones”, la olvidó, la tomó de nuevo y la posición resultante le colocó,
a las 0848, con los bajos a una milla por la proa.
El
Tercero gritó su “descubrimiento”, el Capitán gritó “todo a babor” y el timonel
corrió a la rueda, la giró y también gritó al comprobar que el timón, sin darse
por aludido, no reaccionaba.
Algún
purista ya se habrá rasgado las vestiduras al darse cuenta de que, hasta este
momento, el “Torrey Canyon” estaba gobernado por el piloto automático.
Me
libraré mucho de recomendar tal práctica en aguas confinadas, pero gobernar con
precisión un buque mercante de 117.000 Tons. de P.M. y casi trescientos metros
de eslora completamente cargado es un trabajo peliagudo, sin referencias
válidas en unidades navales (un portaaviones tipo “Nimitz” pesa las dos
terceras partes, pero tiene cuatro ejes y diez veces más potencia).
Digan
lo que digan los puristas, la experiencia propia me indica que este trabajo, lo
hace mucho mejor un piloto automático bien ajustado que un timonel corriente,
sobre todo en períodos largos.
Los
grandes petroleros navegan casi toda su vida en automático, no solamente porque
ahorre personal, que no siempre es el caso, sino porque, con un menor y más
eficaz uso de la pala, se ahorra también combustible (“o home de ferro non se
cansa”, dicen).
Tampoco
se cansan los timoneles, que montan guardia de serviola y tocan la caña de
Pascuas en Ramos, con nula ventaja para su habilidad.
Podemos
suponer que, en 1967, la doctrina al respecto estaba en pañales.
El
“Torrey Canyon” montaba el archiconocido piloto automático Sperry, un artilugio
sencillo, robusto y particularmente fiable con el que habré compartido más de
mil quinientas guardias en mastodontes variopintos sin la menor sorpresa.
Si
digo que es el pedestal que tiene a la izquierda una palanca con tres
posiciones y, en el centro, una mini-caña y una ruedecita que hace “clac, clac,
clac”, algún compañero volverá a los felices setenta.
La
función evidente de la ruedecita es el ajuste fino del rumbo, pero la avispada
comunidad de monta-guardias enseguida le encontró otra utilidad y le pasó el
dato a la siguiente generación (la mía).
En
efecto, también servía para hacer pequeños cambios de rumbo de tres en tres
grados, algo poco ortodoxo, pero que permitía al Oficial de Guardia prescindir
de un timonel humano (más o menos fiable) y arreglárselas él solo con un
juguete infalible.
El
truco era rentable para caídas de menos de diez grados, en caídas mayores
convenía pasar a manual, para lo que se cambiaba la palanca de su posición de
proa (“gyro” o “control”) a la central (“hand”) y se gobernaba con la
mini-caña.
La
posición de popa (“aux”) activaba un sistema de emergencia que no viene al
caso. Con ínfimas variaciones según el buque, éste era el dispositivo con el
que el Capitán, puenteando al timonel, gobernó personalmente el “Torrey Canyon”
hasta las 0842, y aquí va a ser difícil que alguien tire la primera piedra al
“viejo”, porque somos legión los que, como opción más fiable, le hemos dado a
la ruedecita de lo lindo.
Hay
quien opina que, una vez rotos los esquemas de alguien, queda a tu merced.
De
esta triste historia se desprende que, cuando el timonel gritó que el timón no
respondía, los últimos esquemas lógicos que quedaban en el puente del “Torrey
Canyon” saltaron por los aires.
Al
oír al timonel, el Capitán se precipitó sobre la caja de alimentación del
equipo giroscópico para comprobar el fusible del autopiloto y, después, al
teléfono para solicitar del Control de Máquinas una inmediata revisión del
servo.
Da
idea del estado de ánimo con que manejó el teléfono que le contestara un
camarero.
Sólo
entonces cayó en la cuenta de que, en su precipitación, el timonel no había
pasado la palanca de la posición “control” a “hand”, él mismo la pasó metiendo
todo a babor, y el mastodonte comenzó a caer lentamente.
Cuando
había caido diez grados, a rumbo 350 y 15,7 nudos, el “Torrey Canyon”
embarrancó en Pollard Rock, que abrió como latas de sardinas sus tanques de
carga y detuvo su marcha para siempre.
UNAS
NEGRAS CONSECUENCIAS
El
resto de esta historia pertenece al campo de la ecología, pero diré que, como
el accidente se produjo en pleamar, el buque quedó irremisiblemente ensartado y
ningún esfuerzo humano consiguió moverlo, mientras el crudo escapaba de sus
despanzurradas entrañas.
Cualesquiera
que fueran sus pecados anteriores, la conducta posterior del Capitán Rugiati ha
sido calificada de heroica.
Al
día siguiente (domingo 19) solicitó que su tripulación fuera evacuada, quedando
a bordo en un mar de petróleo y gases explosivos con tres oficiales y dos
operadores radio del equipo de salvamento.
Mientras
tanto, las condiciones meteorológicas empeoraban con rapidez y las averías del
casco se agravaban con olas de más de 6 metros.
Finalmente,
cuando el martes 21 una explosión voló la sala de máquinas y parte de la
superestructura, matando al experto civil del equipo de salvamento y originando
algunos heridos, el Capitán se rindió a lo evidente y abandonó su buque.
La
compañía de salvamento (Wijsmuller) se negó a rendirse y continuó intentándolo
con una mar horrible, pero el experto del Almirantazgo opinaba que era un caso
perdido y el tiempo le dio la razón.
En
la tarde del domingo 26 el vapuleado casco del “Torrey Canyon” se partió en dos
y el mar se tiñó de negro, por lo que el Gobierno Británico, en un intento de
incendiar la carga, ordenó a su Aviación Naval bombardear el buque.
Entre
el martes 28 y el jueves 30, la Royal Navy arrojó consecutivamente sobre el
casco 41 bombas convencionales, 11.600 galones de gasolina de aviación, 16
cohetes, 3.000 galones de napalm y, de nuevo, unas cien de toneladas de bombas.
Fue
un bravo intento, pero el resultado quedó en algo de humo e importantes
lecciones sobre la peculiar inflamabilidad del crudo en aguas frías y capas
superficiales.
Pequeños incendios en
el agua tras el bombardeo aeronaval.
Restos del ‘Torrey Canyon’ tras el bombardeo.
Se
calculó que unas 107.000 tons. de petróleo acabaron en el agua, formando una
mancha errante de 35 por 20 millas que alcanzó la costa inglesa el 26 de Marzo
y la francesa el 9 de abril.
En
Inglaterra alcanzó puntos situados a 145 millas, en Francia arruinó 100 millas
de costa y, en ambos casos, arrasó zonas de gran valor turístico, ecológico y
pesquero.
Los
respectivos gobiernos reaccionaron con diligencia, organizando una flota que
atacaba al crudo con detergente en la mar y un ejército que lo retiraba de la
costa.
El
Reino Unido movilizó 3.300 militares para limpieza de playas y los franceses
otros 3.000, llegándose, en el caso inglés, a las 5.000 personas con los
voluntarios civiles.
De
hecho se empleó tanto detergente que, en junio, las playas estaban más limpias
de lo que habían estado jamás.
Fue
una triste ironía que el detergente originara casi tanto daño a la vida animal
como el propio crudo, pero no debemos olvidar la ausencia de experiencia previa
en vertidos de ésta magnitud.
Por
citar un dato, se habló de 250.000 aves marinas muertas y, solamente en la
península de Cornualles, una zona donde se trabajó de firme en salvar las
salvables, se contabilizaron unas 25.000.
El
Comité liberiano que le juzgó consideró al Capitán Rugiati único responsable de
lo ocurrido, recomendando la invalidación de su título.
Finalmente,
la recomendación no se llevó a efecto y, en la comunidad marítima anglosajona,
pronto se extendió la idea de que la causa última del accidente podía ser no
tanto “el Capitán” como “el estado de salud del Capitán” y el sistema que le había
llevado a tal situación.
Aunque
la borrasca de papeles que cayó sobre “el viejo” expuso a la vista de todos
inaceptables “navigational policies” y algún
“unpardonable failure”, el tiempo le ha
consagrado finalmente como una víctima de las circunstancias, lo que debió
servirle de escaso consuelo.
Acabado
como marino y enfermo, regresó a su país y no volvió a mandar un buque.
UNAS
NEGRAS CONCLUSIONES
Un
artículo convencional debería resumir aquí los “imperdonables” errores del
Capitán para ejemplo de todos, pero los Rugiati que conocí rondaban los siete u
ocho mil días de mar y yo, con la tercera parte, seguiría tratándoles de usted.
Aunque
en mi vida marinera he roto un plato, tengo perfectamente claro que se rompen
con gran facilidad y que si, como Rugiati, hubiera navegado el triple y mandado
buque, mi número de papeletas se habría multiplicado por nueve (tres por tres,
ya que los Capitanes se pegan también las bofetadas de cada uno de sus tres
Pilotos).
Por
eso, no usaré estas páginas para juzgarle y, por eso también, este artículo es
tan prolijo. Con los datos en la mano, cada cual, desde su experiencia y con el
íntimo conocimiento de los platos que casi se le rompieron, podrá formarse su
opinión y, si mi trabajo ha servido para algo, aprender de las desgracias
ajenas.
Con
posterioridad a estos hechos, algún estudio (¿de las compañías de seguros?)
determinó que, en petroleros, la curva de rendimiento de un tripulante caía
ostensiblemente a partir del cuarto mes de embarque y se iba definitivamente a
paseo a partir del sexto.
Así,
a finales de los setenta, en la mayoría de los grandes petroleros de bandera
europea la permanencia estaba restringida a un promedio de cuatro meses, pero,
a finales de los noventa, las banderas europeas están en franca retirada ante
lo que, del modo más desinhibido, se denominan “banderas de conveniencia”.
A
veces, escucho a antiguos compañeros que siguen en la brecha historias
deprimentes sobre sus condiciones actuales, bajo exóticas banderas a las que
les han conducido las “leyes del mercado”.
Es
propio de la condición humana que personas formadas que ven “normales” largos
períodos de embarque (“para eso es marino”), manifiesten gran inquietud cuando
el piloto de su avión tiene ojeras.
Pero
no seamos malpensados, puede que elevar por los aires nuestro frágil
cuerpecillo proporcione nuevas perspectivas que no disfruta la navegación
marítima.
Si
no aprendemos de una vez por todas que, en una máquina, la pieza más frágil e
importante es el hombre que la maneja, la industria en general y el transporte
marítimo en particular seguirán sufriendo episodios muy negros.
Al
menos, tan negros como el petróleo que, de vez en cuando, arruina nuestras
playas.
BIBLIOGRAFÍA
Este
artículo está basado en los siguientes títulos:
Cahill, Richard A., “Strandings and their causes”,
Fairplay Pub. Ltd, London.
Varios, “Stranding and Loss - The Times Atlas of the Oceans”, Times B. Ltd,
London.
Marriot, John, “Disaster at sea - Torrey Canyon”, Hippocrene Books Inc., New
York.
Mostert,
Noël, “Supership”, Ed. Española Ediciones Nauta S.L., Barcelona.
La
siguiente bibliografía adicional procede de la obra de Cahill:
Gill, Crispin: “The wreck of the Torrey Canyon”, 1967.
Petrow, Richard: “The Black Tide”, 1968.
Varios: “Report of Liberian Board of Investigation”, 1967
Oudet, L.: “In the Wake of the Torrey Canyon”, 1972