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“Alguien debería convencer a Luis Jar para publicar sus crónicas en un libro. La cultura marítima, la cultura española en general, necesitan de los brillantes trabajos de Luis Jar Torre.”

La segunda Explosión del “Cabo Machichaco” (21 de marzo de 1894) [D. Benito Pérez Galdós]

 Don Benito Pérez Galdós (1843 – 1920) fue “cántabro de alma”, y veraneó durante 46 años en Santander (1871 – 1917).

Leamos uno de sus dos artículos sobre el desastre del vapor Cabo Machichaco. 

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La segunda Explosión del “Cabo Machichaco”

(21 de marzo de 1894)

Por Benito Pérez Galdós

(Publicado en el diario “La Prensa” de Buenos Aires, el 31 de marzo de 1894)

 

La dinamita es la representación del infierno en el modernismo, o sea en la sociedad contemporánea, esencialmente científica. Ante los temores producidos por las apariciones sobrenaturales, los fantasmas, la nigromancia y quiromancia, la influencia de los astros, el sino, los venenos: hoy el fulminante y los explosivos, hijos declarados de la física y la química. Bien puede asegurarse que hoy sufren los pueblos tantos desastres por causa de la dinamita como antes sufrieron con las bárbaras guerras, con las pestes asoladoras, con la piratería y el brigandage, con el fanatismo en todas sus formas.


El caso del Machichaco en Santander es una novedad en la historia de la desdicha humana: es la mayor catástrofe producida hasta hoy por esa sustancia que no sabemos si compensará a la humanidad del perjuicio causado por sus estragos con los beneficios que ha traído a la industria. A poco de ocurrir la explosión del Machichaco, escribí una carta, que mis lectores de Buenos Aires recordarán seguramente. Fue a principios de noviembre del año último. Han pasado cinco meses y el terrible siniestro continúa en plena actividad, como un volcán que parece apagarse y revienta con más fuerza.

Escribo ésta en Santander, y en ella expresaré los últimos incidentes del caso y la solución final si al cabo la tiene.

Pasados algunos días de la terrible explosión del 3 de noviembre, que produjo cuatrocientos muertos y más de mil heridos, dejando a este mísero pueblo sumido en la consternación, se procedió a evitar nuevas desgracias, extrayendo el resto de carga peligrosa que en el barco pudiera quedar, para poder luego sacar los restos de la nave, que son un estorbo en la parte principal del muelle Maliaño. Procediendo con exquisita cautela, los buzos extrajeron cuatrocientas cajas de dinamita del sollado de proa no sin que el terror se apoderase de la ciudad, que se despobló en dos o tres días, ante el temor de que se repitiera la tremenda catástrofe que tan hondamente impresionó a este pacífico vecindario.

Al mes siguiente renació la calma; se creyó vencido el peligro; pero éste volvió a inquietar los ánimos cuando se trató de extraer los restos del casco, que aún tenía dentro, además de la máquina, grandes y revueltas masas de carga de diferente calidad.

Para extraer este material era menester volarlo, y aquí surgía el riesgo de nuevas explosiones, si como se presumía, aún quedaban sustancias explosivas.

En efecto, la junta técnica nombrada por el Gobierno para estudiar el asunto, reconoció que por la exudación de la dinamita sometida por largo tiempo a la acción del agua del mar, se había separado la nitroglicerina de la sustancia inerte y depositándose en forma de cristales en las más hondas cavidades del casco. 

En tal estado de cristalización, la nitroglicerina se conceptuaba mucha más peligrosa, y un insignificante choque podía hacerla explotar. Dividiéronse los pareceres; la perplejidad y el azoramiento se apoderaron de todos los ánimos; pensóse en voladuras parciales; en la voladura total, corriendo el riesgo de que sufrieran los edificios más importantes de la ciudad; opusiéronse los propietarios a la voladura total; la casa Ibarra, propietaria del barco sumergido, emprendió trabajos por su cuenta, con buzos de su dependencia, que alternaban con los del puerto. Surgió una gran discrepancia de pareceres y de acción entre la casa Ibarra y el pueblo de Santander; pero los trabajos continuaban, y todos los días se extraían carga y pedazos del casco.

En tanto, los buzos declaraban la existencia de nitroglicerina adherida a las planchas del casco; se hicieron experimentos, sometiendo algunos trozos de aquella sustancia a percusiones fuertísimas, y en vista de que la explosión no se producía, renació la confianza, y se creyó que las dificultades podrían vencerse y que la nitroglicerina depositada en la cala del buque había perdido su virtud detonante.

De pronto todo cambió, y en la noche del 21 del corriente, una explosión formidable, aunque no tanto como la del 3 de noviembre, difundió por todo este vecindario la desconfianza y el terror.

A las nueve y cuarto bajaron los buzos del puerto, que turnaban con los de Ibarra, y no habían puesto los pies sobre el casco, cuando la espantosa detonación destrozó en un instante las vidas de cuantos allí trabajaban.

Los buzos perecieron a pedazos, y de alguno de ellos no ha podido identificarse más que un pie. Los demás operarios que fuera del agua estaban, fueron lanzados al mar o a tierra, pereciendo los más de ellos. Por causa de la hora, no había curiosos en el muelle, y el número de víctimas fue relativamente corto.

Tristísima y angustiosa fue la noche del 21, y el día siguiente Jueves Santo, uno de los más luctuosos que cabe imaginar. Todo el pueblo acudió al entierro de los restos informes de los infelices buzos, que habían perecido, mártires del deber, y no se oían más que imprecaciones contra los que eran o podrían suponerse causantes de tanta desventura.

Imposible comprender fuera de aquí lo que la imaginación popular, siempre fecunda, discurre para señalar causas y efectos en casos tan extraños como éste, ante catástrofe de tal magnitud, revestida de no sé qué forma bíblica o poemática. La imaginación popular no admite el acaso como agente principal de estas desgracias; siempre va en busca de responsabilidades personales, y todo lo atribuye a malicias refinadas y a egoísmos, que resultarían inverosímiles si fuesen verdaderos; tanta y tanta perversidad encierran.

Por dar cuenta de todo lo que se habla, aun creyendo absurdo, diré que aquí que la voz popular da a la catástrofe del 21 la más diabólica explicación que imaginarse puede. Según ella, la casa Ibarra, a quién se supone perpetradora de los crímenes más inhumanos, llevaba el funesto buque, además de las mil y pico cajas de dinamita, considerable carga de contrabando de guerra, fusiles “Remington” para los moros del Rift, pólvora, y de añadidura, bombas y granadas. Toda esta carga iba, según se murmura, en el sollado más profundo sobre la quilla.

De ser esto cierto, natural es que la casa Ibarra quisiera hacer desaparecer los testimonios del contrabando de guerra, ¿cómo? Preparando por “medio de una voladura, la destrucción de los restos del buque”, para que nada pudiera explorarse, para que el misterio envolviese el delito y las pruebas de él. La nitroglicerina acumulada en la cala del buque, ofrecía buena coyuntura para “echar agua” al asunto (aquí no puede decirse “echar tierra). ¿Qué hicieron los buzos de Ibarra?. Preparar una especie de trampa para que cuando los del puerto bajasen se produjese instantáneamente la explosión, y todo quedase resuelto en los profundos abismos, personas y cosas, y nadie pudiese decir lo que había visto, ni nada quedase que ver.

Repito que doy cuenta de esto, porque me parece que el estado de la opinión es dato muy importante para juzgar de este asunto, en que todo tiene un carácter diabólico y melodramático. Yo creo que la versión popular es absurda. Para disculpar al pueblo de las exaltaciones de la ira, hay que considerar que desde el 3 de noviembre Santander se halla en continuo estado de fiebre. Hasta en las personas que siempre fueron de carácter festivo, se nota una taciturnidad sombría: se oyen los juicios más extraños; se advierte un azoramiento, un estado de expectación angustiosa que mueve a compasión.

Desde la horrorosa catástrofe del 3 de noviembre, menudean las afecciones cardíacas y cerebrales. He visto aquí a muchas señoras que se desmayan de oír el ruido de una silla al caer al suelo. Personas hay, afligidas por la pérdida de seres queridos en aquél día aciago, que experimentan profunda variación en su carácter. Muchos se han quedado como lelos; otros sufren por las noches crueles insomnios y delirios. Estos no pueden apartar de su oído el timbre horrísono de la explosión, y de aquel estruendo de que no pueden tener idea los que no lo oyeron; aquéllos viven atacados de la monomanía de narrar el espantoso caso, y, por último, estotros ha perdido completamente la razón. No es, pues, extraño, que, en un pueblo de tal modo perturbado y herido, las opiniones tomen un carácter espeluznante y dramático. Aquí no hay ya lógica ni serenidad y la idea de que se repitan las desgracias, la inseguridad en que se vive, acaba de trastornar a este infortunado pueblo. Porque ahora resulta que el problema no está resuelto, ¿Qué nuevos males esconde el mar en medio de los despedazados despojos del Cabo Machichaco? ¿Existe allí todavía un gran depósito de nitroglicerina? Esta es la cuestión. Veamos ahora lo que se ha pensado para conjurar definitivamente el peligro y cortarle de raíz.

29 de marzo

La junta técnica, de acuerdo con el gobernador y el alcalde, ha señalado el día de mañana para la voladura definitiva de los restos del Cabo Machichaco. Un bando ha fijado ayer las reglas a que debe atenerse el vecindario ante la difícil operación que ha de realizarse con todo el aparato científico que la gravedad del caso requiere. Se manda en primer término, desalojar todas las casas radicantes en un radio de setecientos metros del lugar de la voladura. Se dictan disposiciones para la custodia de la ciudad, que ha de quedar desde esta tarde completamente abandonada, pues los que habitan fuera del radio de setecientos metros, no se creen tampoco seguros, y con prudencia recomendable se van también a las aldeas y caseríos inmediatos. La voladura se verificará a las diez de la mañana, y seis horas antes, como seis horas después, no se permitirá que nadie circule por la población. Todos los comercios se cierran; todos los servicios se interrumpen, no funcionará el telégrafo más que para el Gobierno. Fuerzas de Infantería y de Guardia Civil vigilarán las calles para impedir robos. 

A los petardos de dinamita, convenientemente colocados en distintos puntos del buque sumergido, se les dará fuego por medio de la electricidad. Los ingenieros militares, que han de dirigir la operación, han construido en el muelle un parapeto a prueba de bomba. En la bahía no queda más que el cañonero de guerra Cóndor, donde se han preparado los explosivos y toda la maniobra de mañana.

El aspecto de Santander es por demás lúgubre. Esta tarde apenas se veía alguno que otro transeúnte por las desiertas calles. Son los rezagados, los últimos que salen, llevando líos de ropa y cestos de víveres. Parece esto una ciudad amenazada de bombardeo, momentos antes de que rompan el fuego contra ella las baterías enemigas. En todo el vecindario fugitivo se nota una expectación angustiosa, la incertidumbre y el terror. ¿Qué pasará mañana? Nadie lo sabe. Abundan extraordinariamente los pesimistas, los que, no repuestos aún de los horrorosos sustos del 3 de noviembre y del 21 de marzo, suponen que en las profundidades del buque sumergido hay explosivos suficientes para convertir en ruinas toda la ciudad. Es la boca del infierno que se abre. Las mujeres principalmente centuplican el peligro, y en ninguna parte se sienten seguras.

Hay, no obstante, quien cree que no ocurrirá nada de siniestro ni espeluznante, que la voladura no hará estragos fuera de un radio limitadísimo, de unos veinte o treinta metros próximamente. Aun suponiendo que explote una cantidad de nitroglicerina como la que produjo la primera catástrofe, es casi seguro que no habrá víctimas, por las precauciones tomadas, y por el feliz acuerdo de despejar toda la población. Esta, si las cosas van bien, no recobrará su habitual aspecto hasta el domingo, porque el sábado se han de repetir las voladuras parciales hasta llegar a la certidumbre de que no hay depósito grande ni chico de materia explosiva.

30 de marzo

Desde que Dios amaneció, las inmediaciones de Santander ofrecían un aspecto animadísimo. En ninguna romería se ve tanta gente. Las alturas que dominan la ciudad se ven coronadas de multitudes a quienes el temor aleja y la curiosidad atrae, por lo que, fluctuando entre dos atracciones igualmente poderosas, buscan el término medio en que se concilien la precaución y el ansia de ver. Por el centro de la ciudad no circula un alma, con excepción de las fuerzas encargadas de hacer respetar el bando. Los presos de la cárcel han sido trasladados a la Plaza de Toros, y los enfermos del hospital a lugar más lejano.

Las autoridades presencian la voladura desde el muelle de pasajeros, situado como a ochocientos metros de Maliaño.

El primer disparo se da poco antes de las diez, y sus efectos desilusionan a los que esperaban grandes emociones. El segundo es más imponente: levanta una masa considerable de agua y produce trepidación en el suelo, aunque ésta no es tanta que ponga en peligro ningún edificio, ni aún los más próximos. Los que siguen de media en media hora no resultan más estruendosos que los barrenos que ordinariamente se dan en las obras del puerto para volar rocas submarinas. La función, como espectáculo no resulta interesante, y los espectadores que desde distancias de uno y dos kilómetros la contemplan, comienzan a aburrirse.

El día no ha sido de provecho más que para las gaviotas, pues habiendo muerto gran cantidad de peces en las inmediaciones del Machichaco, las aves marinas, en colosal bandada, revolotean trazando círculos majestuosos sobre el lugar de las explosiones y con sus graznidos dan un carácter siniestro y dramático a la función. Fuera de esto, ningún interés ofrece la voladura a las tres y media de la tarde, y sobre las cinco, las cornetas, tocando a diana, anuncian que cesa el fuego, que los vecinos pueden regresar tranquilamente a sus hogares.

En resumen, las operaciones de hoy, demostrando que no existen ya depósitos de nitroglicerina, dan por resuelta la cuestión, y devolverán seguramente a Santander su vida normal. Al anochecer la confianza renace, y los más pesimistas reconocen que ha pasado el peligro.

31 de marzo

Hoy el vecindario no ha salido con excepción de los habitantes de la llamada zona polémica, y los que se habían refugiado en los caseríos próximos se disponen a regresar a sus hogares. Continúan, con arreglo del programa, los disparos, sin más objeto ya que deshacer el casco y ponerlo en disposición de que los fragmentos de plancha y las piezas de la máquina puedan ser extraídos con facilidad.

Ninguna desgracia personal ha ocurrido hasta ahora, ni desperfectos de importancia en los edificios. A las cinco de la tarde se da por terminado el trabajo pirotécnico, y hecha la señal por cornetas y campanas, el vecindario penetra en tropel por todas partes. Adviértase en todas las caras regocijo y confianza.

Es de creer, en vista de esta prueba hecha con desusado lujo de precauciones y preparativos, que los santanderinos puedan vivir otra vez tranquilamente en sus honrados hogares, que el comercio recobre su vigor y que el próximo verano traiga a estas playas la animación, la alegría y la riqueza.