Portada del libro “Un desastre a la española. La explosión del vapor Cabo Machichaco". Autor: Luis Jar Torre ; ilustraciones de Tomás Hoya Cicero. Prólogo de don José Luis Casado Soto. Editorial Creática , D.L. 2011. ISBN : 978-84-95210-54-8. Incluye la novela de José Mª de Pereda: "Pachín González".
ÍNDICE. UN DESASTRE A LA ESPAÑOLA.
- DE BILBAO A PEDROSA
- DE PEDROSA A SANTANDER
- DE SANTANDER AL CIELO
- OTRA VEZ DE SANTANDER AL
CIELO
- BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES
Ilustración de Tomás Hoya Cicero, del libro “Un desastre a la española. La explosión del vapor Cabo
Machichaco".
UN DESASTRE A LA ESPAÑOLA
Luis Jar Torre
Capitán de la Marina Mercante
Capitán de Fragata (RNA)
“Las explosiones ocurren” (Robert A. Heinlein)
Se dice que,
tras establecerse en 1902 relaciones diplomáticas con Cuba, un español preguntó
a un norteamericano como habían conseguido erradicar la fiebre amarilla en
apenas cuatro años y la respuesta fue: “muy fácil,
cogimos su reglamento y lo aplicamos a rajatabla”.
Es una leyenda
apócrifa, pero retrata perfectamente nuestro afán reglamentador… y nuestra
tendencia a pasarnos los reglamentos por el arco de triunfo.
Otra cualidad
que nos orna y enorgullece es el tenerlos bien puestos: llámese valor o
inconsciencia, es un asunto en el que cualquier español preferirá pasarse antes
de quedar corto; el resultado es un país sorprendente y hasta divertido, pero
peligroso.
En 1893 y en
Santander, estas dos cualidades se aliaron con un toque de ignorancia y la
omnipresente figura del “mirón” para generar el que posiblemente haya sido el
mayor accidente de la Historia de España: la explosión del vapor “Cabo
Machichaco”, que causó 590 muertos y más de 2.000 heridos de diversa
consideración además de destruir 60 edificios y dañar seriamente otros 86.
El recuerdo de
la tragedia fue degenerando en leyenda hasta que los trabajos de Rafael
González Echegaray (asiduo colaborador de esta Revista [General de Marina]) y,
posteriormente, de quien todavía se considera su discípulo, José Luis Casado
Soto, permitieron dar dimensión histórica a los recuerdos.
Lamentablemente,
estas obras están agotadas o son difíciles de conseguir, existiendo una
generación de marinos que apenas ha oído hablar del “Cabo Machichaco”.
Este trabajo
solo pretende recordar los hechos desde la perspectiva de un marino, aunque se
ha beneficiado de documentación relativamente inédita publicada (ver
bibliografía) por la naviera del “Cabo
Machichaco”.
Además, gracias
a José Luis Casado pude acceder a una monografía que, al estar editada dos
meses después del suceso, aporta información de primera mano.
Resta aclarar que el escenario de la catástrofe es mi pueblo, y que si a veces parece que río es por no llorar.
DE BILBAO A PEDROSA
En Marzo de
1882 el astillero Schlesinger, Davis & Co., de Newcastle, entregó al
armador francés Jules Mesnier un buque llamado “Benisaf”, de 78,81
metros de eslora, 10,21 metros de manga, 1689 TRB y 2.500 TPM.
No era un mal
buque, pero había nacido en una década de transición y, como a casi todos los
de su quinta, le faltaba un hervor para ser realmente “moderno”.
Así, tenía un
pesado casco de hierro porque le habían construido tres años antes de que el
acero dejara de ser un artículo de lujo, y sus dos palos tenían aparejo de
goleta porque sus dos calderas solo alcanzaban 90 por pulgada cuadrada (lo
habitual entonces), en lugar de los 120 que habría exigido una máquina de
triple expansión más eficiente que la “compound” que le endosaron.
El resultado
era una planta de 450 caballos que le impulsaba a la vertiginosa velocidad de 8
nudos con un elevado consumo de carbón; tenía también una caldereta para
servicio de puerto, chigres[1],
cabrestantes[2] y servo
de vapor y las habituales bombas de alimentación, contraincendios y achique,
pero carecía de instalación eléctrica. Oficialmente era un “raised
quarterdeck”, modelo de lo más común con un feo saltillo[3] a popa
para compensar el espacio ocupado por el eje y evitar que aproara[4] a plena
carga; era un mutante que había perdido la gracia del velero sin alcanzar la
plena funcionalidad de un vapor, pero pertenecía a una familia de unidades
sencillas y sin complicaciones que podían adquirirse por unas 15.000 libras y
durar eternamente.
A proa estaba
el castillo (donde alojaba el personal subalterno) y dos bodegas con sendos
entrepuentes separadas por un mamparo no estanco.
A media eslora
y bajo el puente descubierto había dos cubiertas con alojamientos para
oficialidad y el pasaje[5] y,
debajo, la sala de máquinas y calderas.
Más a popa
había una tercera bodega, con entrepuente y falso entrepuente y, finalmente, la
toldilla con la superestructura de la cámara.
En los vapores
de la época capitán y pilotos solían alojar a popa, pero los planos del “Machichaco”
no muestran camarotes en esta zona, sino lo que parece una cámara para el
pasaje.
Planos originales del “Cabo
Machichaco” con aparejo de goleta, procedentes del libro “La Naviera
Ybarra” de Adolfo Castillo Dueñas e Iñigo Ybarra Mencos, editado por Ybarra y
Cía S.A. 2004
Es probable que
el “Benisaf” pasara los primeros tres años de su vida transportando
carbón, pues su armador Mesnier (Societé Navale de L’Ouest) estaba asociado a
Poingdextre, un conocido exportador de este combustible.
Lo cierto fue
que en 1885 Poingdextre, Mesnier & Co fue absorbida por la SCAC, sociedad
creada por un grupo minero para cubrir sus propias necesidades de transporte y,
aquel mismo año, el “Benisaf” y otros tres buques muy parecidos fueron
vendidos en un solo paquete y por 49.500 libras a Ibarra y Cía., de Sevilla.
Casualmente
1885 fue el año en que, por primera vez, en el Reino Unido se construyeron más
buques de acero que de hierro, permitiendo aligerar los cascos y aumentar su
capacidad de carga y autonomía.
La
disponibilidad de aceros fiables a precios asequibles también permitió aumentar
la presión de trabajo de las calderas[6] y,
precisamente a partir de aquel año, casi todos los vapores de nueva
construcción montaron máquinas de triple expansión, mucho más eficientes por
unidad de combustible que las “compound” de doble expansión.
Reinventado el
mercante de vapor para el próximo medio siglo, quedaba buscar un destino a la
flota existente y, en ese contexto, podemos contemplar la llegada a nuestro
país de estos cuatro vapores.
Un buque de
cabotaje[7] no
necesita estar a la última en consumo ni autonomía, y 1885 también fue el año
en que la Naviera Vasco Andaluza (Ibarra y Cía) absorbió a sus primos vascos
(J.M. de Ybarra y Cía), extendiendo sus líneas de cabotaje.
La nueva línea entre Bilbao, Marsella y puertos intermedios precisaba siete barcos, y estos cuatro debieron venirles al pelo: así, el “Landore” y el ”Cypriano” (que eran gemelos) pasaron a llamarse “Cabo Creux” y “Cabo Ortegal”, y el “Lavrion” y el “Benisaf” (que también lo eran, pero unas 200 toneladas más grandes y un año más modernos) “Cabo Mayor” y “Cabo Machichaco”.
La mejor foto disponible del “Cabo Machichaco”... es la de su gemelo el “Cabo Mayor”,
embarrancado ¡precisamente en Cabo Mayor!. González Echegaray describió
este accidente como “...un caso pintoresco de extraña atracción por simpatía
entre tocayos; las amuradas del barco de Ybarra parecían a la bajamar,
después del desastre, un cartel señalizador del paisaje”. Obsérvese que ya no
va aparejado de velero, así como el característico saltillo de popa con la
escotilla de la bodega nº 3 (Foto de autor desconocido)
Si como dicen
los barcos odian que les cambien de nombre, el “Lavrion” se vengó a
conciencia, porque al año siguiente y con el nombre de “Cabo Mayor” en
las amuras[8] fue a
estamparse a un cuarto de milla de la farola... ¡de Cabo Mayor!
El vapor, que
habías salido de Bilbao con carga general y cuatro pasajeros el 3 de septiembre
de 1886, recaló en Santander sin dificultad a medianoche, pero tenía que
esperar la marea de la mañana para entrar en puerto y la una de la madrugada
del días 4 se encontró haciendo tiempo a cinco millas al norte del faro de Cabo
Mayor, navegando a velocidad moderada. Al poco empezó a cerrarse en niebla y,
con toda probabilidad, el capitán debió pensar que si perdía de vista el faro
tendría que recalar[9] de
nuevo, pero esta vez con niebla y al precio de entrar en puerto con retraso.
Es evidente que
en vez de alejarse de tierra se acercaron, peo aún así hacia las 02.30 h
perdieron de vista el faro con el resultado de que hacia las 02.40 h
“recalaron” en toda regla: según las crónicas de la época el barco “… varó de proa sobre los arrecifes, llevando la
consternación al ánimo de los pasajeros y tripulantes”.
No hubo daños
personales, pero el buque quedó “… en muy mala
disposición, pues pronto crugió (sic) el
trinquete[10],
partiéndose el vapor por el puente y perdiéndose totalmente”. Con el “Cabo
Mayor” se perdió parte de su carga, que incluía productos siderúrgicos... y
dinamita.
El “Benisaf”
debía estar tan unido a su gemelo que, con lo grande que es la mar, se las
arregló para venir a morir a dos millas de su tumba.
Siete años
después de la pérdida del “Lavrion”, los “Cabos” de “La Vasca” (como a
veces llamaban a esta naviera) seguían
tocando Santander, incluyendo los de las líneas de Sevilla y Marsella, que
procedentes de Bilbao llegaban todos los domingos por la tarde, o mejor
dicho... casi todos.
El 24 de
Octubre de 1893 el “Benisaf”, ahora “Cabo
Machichaco”, inició ruta saliendo de Bilbao para Santander, donde debió
llegar tras unas seis horas de viaje.
No era domingo
sino martes, pero había cólera en Bilbao y las medidas sanitarias trastocaban
cargas y horarios.
Al “Cabo Machichaco” esta vez le aplicaron
el reglamento, enviándole a pasar diez días de cuarentena fondeado en el culo
de la bahía, junto al lazareto de Pedrosa.
Pasados once
años desde su construcción sus palos ya habían perdido el aparejo de goleta,
pero siete después de la pérdida del “Cabo Mayor”, la carga que
desfilaba semanalmente por Santander parecía la misma.
A finales del
siglo XIX buena parte de la industria química y siderometalúrgica española
estaba concentrada en Vizcaya y, con el transporte terrestre en mantillas, la
propia expansión del ferrocarril debía exigir un aporte extra de viguería,
raíles... y dinamita, que ya se empleaba ampliamente en la minería. .
Este viaje el
“Machichaco” había llegado con 1.616 toneladas de carga general, incluyendo 398
de barras y flejes de hierro, 356 de lingote, 105 de hojalata, 68 de tuberías y
otras 55 de cubos de hierro, clavos, raíles, etc.
También había
200 toneladas de harina, 44 de vino, 42 de papel, 38 de tabaco, 20 de madera y
un sinfín de pequeñas partidas incluyendo licores, brea, aceite, tejidos,
pinturas, productos de droguería y 12 toneladas de ácido sulfúrico en 20 cascos
de vidrio estibados en cubierta, contra las brazolas de las escotillas de las
dos bodegas de proa.
Por desgracia,
el “Cabo Machichaco” también
transportaba 1.720 cajas de dinamita con un peso bruto de 51.400 kg, y aunque
el explosivo no pasaría de 43 toneladas (25 kg netos por caja), era una
cantidad cuatro veces superior a lo normal por haber faltado buque la semana
anterior y, además, llevar la carga de dos líneas (Sevilla y Marsella) tras el
desbarajuste causado por las medidas sanitarias.
De esta
dinamita 20 cajas iban destinadas a Santander, 900 a Sevilla y 800 a Cartagena
y, salvo 463 cajas de esta última partida estibadas en la bodega de popa, el
grueso estaba distribuido entre las dos de proa.
Consta que los
entrepuentes de estas dos bodegas iban “materialmente atestados” de viguería de
hierro, por lo que la dinamita iría estibada en los planes[11],
situados sobre tanques de lastre del doble fondo y empaletados con madera.
En 1867 Alfred
Nobel había conseguido estabilizar la nitroglicerina utilizando tierra de
diatomeas (“kieselguhr”) como absorbente de un 50-75% de explosivo y
papel parafinado para encartuchar el producto.
Esta dinamita
de base inerte y el detonador de fulminato de mercurio marcaron un antes y un
después, y ya en 1872 se instaló en Galdácano (cerca de Bilbao) una fábrica
cuya producción se distribuía por el litoral español en vapores de la Vasco
Andaluza sin mayores problemas.
A decir verdad,
en cierta ocasión el “Cabo San Antonio” sufrió un incendio en la mar y
su carga de dinamita se chamuscó un poco, pero todos sabemos que, en ausencia
de detonador, la dinamita se limita a arder tontamente, ¿no?
Por si acaso,
el Reglamento del Puerto de Santander de 1889 obligaba a los buques que
transportaban explosivos a descargar en gabarras fondeados en La Magdalena o,
alternativamente, utilizar los “remotos” muelles 7 y 8 de Maliaño.
Puede que el
Reglamento fuera ambiguo (no he podido localizar una copia) pero, contra lo que
a veces se cree, no impedía atracar a estos buques; en cambio, parece que el
“destierro” que les imponía se extendía a operaciones con alcohol y
aguardientes. ¡Vaya ruina!, aunque... bien mirado, en régimen de cabotaje no
había obligación de declarar las mercancías en tránsito sino las destinadas a
cada puerto, y la única carga “sensible” que transportaba el “Machichaco”
para Santander eran 20 cajas de dinamita y 10 de ron.
Total..., por 30 miserables cajas... ¡y después de 10 días fondeados...!
Ilustración de Tomás Hoya Cicero, del libro “Un desastre a la española. La explosión del vapor Cabo
Machichaco".
DE PEDROSA A SANTANDER
El tres de
Noviembre de 1893 y una vez finalizada su cuarentena el “Cabo Machichaco” levantó el fondeo, dirigiéndose al muelle saliente
nº 1 de Maliaño donde quedó atracado alrededor de las 0700: estaba en el
puñetero centro de la ciudad.
Uno podría
imaginar que, con los horarios manga por hombro y la urgencia de trasbordar
carga a otro buque que salía con la marea para Cuba, el “establishment”
hizo una excepción atracando al “Cabo” junto a dicho buque (el “Navarro”,
que ocupaba el muelle contiguo); pero González Echegaray, que no era ajeno al “establishment”,
lo vio desde otra óptica.
Según él, “todas las semanas entraban vapores de cabotaje con
cargamentos variados y entre ellos casi siempre la dinamita y jamás fueron
obligados a cumplir con lo preceptuado...”. También apunta algunas
posibles causas: “...corruptela de prácticos,
consignatarios, capitanes, comandantes, aduaneros, ingenieros y en general a
negligencia de todo el mundo más interesado precisamente en que tal no
sucediera, y que habría de pagar tan caro las consecuencias y en su propia carne”.
Al menos se le
entiende, aunque más adelante se inclina a creer que las autoridades harían de
vez en cuando la vista gorda “...en el
entendimiento de que solamente se conducían partidas pequeñas sin mayor
importancia, y para evitar los gastos y trastornos que exigiría el cumplimiento
exacto del Reglamento del Puerto, con sus gabarrajes, movimientos, etc. Todo
era cuestión de ahorrar unas pesetas y de una corruptela sin importancia...”.
Como casi todo,
la importancia de una corruptela puede ser relativa, pero la “invisibilidad oficial” de 1.700 cajas de
dinamita no impedía que las 20 consignadas para Santander fueran perfectamente
“visibles” y, se mire como se mire, 500 kg
de dinamita circulando por el centro de una ciudad tienen una importancia
destacada.
Por eso, aun estando de acuerdo con González Echegaray, no parece que nadie se tomara la dinamita muy en serio.
Escenario de la tragedia: tras proyectar un plano de la época
sobre otro actual, he podido trasladar la línea de costa y los muelles de 1893
(en amarillo) sobre una fotografía de 2007, “atracando” un “Cabo Machichaco” a escala en el muelle
correspondiente.
La mitad del buque que voló (la de proa) está a la derecha, apreciándose perfectamente la explanada (entonces atravesada por una vía férrea) donde se concentró la multitud de curiosos y, a su izquierda, el monumento levantado en recuerdo de las víctimas.
El moderno avance de la costa
no debe achacarse a ningún “enfriamiento global”, sino a la “tectónica urbana” (Composición
y rotulación propias sobre un mosaico fotográfico de “Google Earth”)
Como casi todos
los muelles de Santander entonces, el asignado al “Machichaco” era una
especie de pantalán de madera que se proyectaba hacia la canal, en este caso
hasta los 22 pies [12]de
calado; el buque había atracado estribor al muelle, donde apoyaba únicamente el
tercio central de su eslora y, de modo característico, había fondeado el ancla
de fuera (“el remolcador de los pobres”) para facilitar la maniobra de salida.
A Santander
venían consignados 298 bultos con un peso total de 40.167 kg (¡342,59 pesetas
de flete!), y hacia las 08.00 h se inició la descarga.
Debieron
empezar con 29 toneladas de papel de la bodega nº 2, la partida que urgía
transbordar, pero tras el recuento faltaban dos bobinas que las “autoridades”
del barco y el consignatario del “Navarro” localizaron en la bodega nº
3.
Da idea de la
prisa con que debió descargarse esta partida que las dos bobinas “perdidas”
hubieron de arriarse a la lancha del práctico y viajar en ella hasta el “Navarro”,
en plena maniobra de salida porque la marea no esperaba: no consta la hora,
pero métodos “paleo-astronómicos” me indican que la pleamar fue a las 11.23 h (HcL
[13]).
En algún
momento se descargaron las famosas 20 cajas de dinamita, que iniciaron un
peregrinaje en carro por media ciudad escoltadas por un guardia municipal, y
hacia mediodía finalizaron las operaciones en la bodega nº 2, que se cerró con
cuarteles continuándose la descarga de la nº 3.
Debían estar
terminando cuando, algo antes de las 14.00 h, se echaron en falta cinco sacos
de otra partida (¡vaya mañanita!) y el 1er. oficial envió dos marineros a
buscarlos a la bodega nº 2.
Consta que al
levantar los cuarteles [14] (no
habría bocas de hombre) “...notaron que salía humo por la sentina, humo que al
parecer, procedía de popa, es decir, de la parte de la maquinaria [15]”;
también consta que, tras dar la alarma, cuando intentaron volver a colocar los cuarteles
el fuego se lo impidió.
Muelles de Maliaño en el último tercio del siglo XIX; aparentemente, el vapor mixto situado en el centro de la foto ocupa el muelle donde estalló el Cabo Machichaco (foto de autor desconocido)
El simple hecho
de levantar un par de cuarteles debió convertir una combustión incompleta en
todo un incendio, que pronto se garantizó el aporte de oxígeno merendándose el
resto.
En la época de
los hechos la prensa apuntó como causa más probable la más verosímil: los
currantes que acababan de trabajar en la bodega y una colilla, a lo que yo
añadiría la hipotética fractura de algún recipiente de “droguería” susceptible
de originar un incendio espontáneo en contacto con viruta, paja o papel de
embalar.
En 1900 el
Tribunal Supremo determinaría que el incendio se inició “...sin que haya
podido averiguarse la causa”, pero pasado siglo y pico es habitual
achacar su origen a la rotura de uno de los cascos de ácido sulfúrico estibados
contra las escotillas y subsiguiente caída de ácido a la bodega.
No puede
descartarse que la cubierta del “Machichaco” fuera de madera, pero las
cubiertas se diseñan para desembarazarse de los líquidos y, por añadidura,
entre la cubierta y el plan donde se originó el incendio había un entrepuente y
su carga.
Además, aunque
el ácido hubiera conseguido llegar al plan salpicando a través de las dos
escotillas (la de cubierta y la del entrepuente), el fuego debería haberse
originado en su vertical, mientras que el humo parecía venir de la parte de
popa.
Finalmente, ya
que esta parte era también “...la parte de la maquinaria”, cabe apuntar que
tras el mamparo de máquinas y contiguas a la bodega estarían la caldereta (en
servicio) y dos carboneras [16].
Buena parte de
los 35 tripulantes del “Cabo” (incluyendo su capitán, Don Facundo Léniz) eran
vizcaínos pero, en el siglo XIX, un incendio con el foco inaccesible solía ser
demasiado hasta para alguien del mismo Bilbao.
En este caso,
aún suponiendo (que es mucho suponer) que pudieran inyectar vapor a la bodega
para intentar sofocarlo, el cierre de la escotilla se había convertido en humo;
además estaba el detalle de que, en 1893, el único buque con equipos autónomos
y visores térmicos para atacar un incendio de raíz era el “Nautilus”, de
Julio Verne.
Pragmáticamente,
la tripulación conectó la bomba a la caldereta[17] y se
puso a arrojar chorritos de agua por la escotilla: como entre las mangueras y
el foco del incendio estaba el entrepuente (atiborrado de viguería), se trataba
de una medida ineficiente que la presencia de dinamita en el plan convertía en
un error garrafal pero, sinceramente, ¿quién no lo habría intentado?
Aquel viernes soplaba
una brisa moderada del E, el día era soleado y el espectáculo pronto llamó la
atención de los paseantes.
El buque estaba
atracado en lo que hoy es un relleno junto al muelle, inmediatamente a la
derecha de la Estación Marítima vista desde tierra. Entre el buque y la costa
había unos 50 metros de pantalán y, más allá, una explanada (la actual Plaza de
las Cachavas) de unos 100 metros de fondo hasta los edificios de la calle
Calderón de la Barca.
José Mª Pereda,
testigo del suceso, escribió que “Así resultó
aquel sitio como el fondo de una sima que se fue tragando poco a poco toda la
gente desocupada de la ciudad”.
Localización del foco del incendio a bordo del "Cabo Machichaco" y distribución
general de los espacios contiguos (Composición propia a partir del plano que
encabeza este artículo)
Desocupados o
no también se fueron acercando diversas autoridades, empezando por el
comandante de Marina que, como tal, era capitán de puerto y responsable de
lidiar con el desaguisado.
Ocupaba el
cargo el capitán de fragata Domenge, que había obtenido un ascenso por méritos
de guerra en el combate del Callao y otro más (acompañado de un balazo) en la
insurrección de Ferrol de 1872; obviamente, no debía ser un individuo propenso
a asustarse.
Parece que
hacia las 14.30 h hubo conciliábulo entre comandante, capitán y consignatario
sobre la conveniencia de alejar el buque del muelle y fondearlo en la bahía, y
que el comandante se opuso arguyendo que el fuego podría combatirse mejor con
los medios de tierra.
Alguien
describió estos medios como “no muy rumbosos”
y es posible que el comandante se equivocara, pero también lo es que, como se
afirma en el libro publicado por Ibarra, el ancla fondeada dificultara la
maniobra.
En todo caso,
el capitán informaría al comandante del “asuntillo” de las 1.700 cajas de
dinamita “invisibles” (¿cómo iba a poder ocultarlas al día siguiente?),
dinamita que, por supuesto, jamás podía explotar sin detonadores y bla, bla,
bla, y el comandante debió creerle porque, hasta donde ambos sabrían, esa era
la verdad.
Si no lo fuera,
un héroe de guerra y un tipo de Bilbao podían enfrentarse perfectamente a un
cargamento de explosivos en llamas, pero quiero pensar que nada, ni siquiera la
autonegación de haber metido la pata hasta los corvejones atracando aquella
ruina en pleno centro urbano, les habría impedido despejar la explanada de
curiosos.
DE SANTANDER AL CIELO
En 1893 se
sabía que, en efecto, la dinamita del tipo que nos ocupa “...arde sin explosión y lentamente .../... una mecha sin
fulminante no produce ningún efecto sobre la dinamita” y, normalmente, “...ni
el choque ni la trepidación pueden hacerla estallar”.
Pero también se
sabía que “Aunque la nitroglicerina es insoluble en
el agua, y por tanto también debe serlo la dinamita .../... un cartucho
sumergido en el agua acaba por disolverse o desparramarse en pequeñas gotas de
nitroglicerina, mientras el absorbente pierde completamente el explosivo para
empaparse de agua. Esta, cuando lleva en suspensión gotas de nitroglicerina,
puede estallar al menor choque o vibración.” [18]
Debía ser
información “Top Secret”, porque durante casi tres horas la tripulación
del “Machichaco”, los bomberos municipales, dos buques aljibe y dos
trozos [19] de
auxilio se afanaron en arrojar agua al fuego ante las mismas narices de las
autoridades.
Da idea de los
medios de la época que, con semejante despliegue, la bodega no resultara
inundada y el fuego ganara la carrera al agua: sobre plano la bodega nº 2
cubicaría poco más de 400 m3 hasta el entrepuente, pero su mamparo
de proa no era estanco y por él debió pasar a la nº 1 el agua… y el fuego.
Hacia las 14.45
h se incorporaron a los trabajos siete tripulantes del vapor “Vizcaya”
con su capitán al frente, pero a las 15 h las dos bodegas ardían en pompa.
Estaba claro
que el incendio no iba a poder controlarse con medios ordinarios y el
comandante decidió inundar directamente las bodegas con agua del mar, lo que
implicaba hundir al menos la parte de proa.
Esta foto aparenta ser casi simultánea de la siguiente (hacia
las 16 h): aunque el agua embarcada ha originado unos 8º de escora a estribor,
no hay asiento aproante significativo.
A la izquierda del buque, bajo el cabo de través, se aprecia
el pantalán con menos de media marea y sobre él un grupo de personas,
probablemente autoridades o fuerzas de seguridad por tratarse de una zona
restringida; la multitud de curiosos quedaría más a la izquierda y fuera de
encuadre.
Por sus dimensiones y características, cabe la posibilidad de que el buque que se ve a la derecha sea el vapor auxiliar de Trasatlántica (Foto de autor desconocido)
Según una publicación de la época, esta foto estaría sacada a
las 16 h. Se aprecia la aleta de babor del “Cabo
Machichaco” con su nombre y matrícula visibles, así como el viento del Este
y la ausencia de los dos botes de la toldilla, arriados para salvarlos de la
quema.
En la zona incendiada están abarloados y bombeando agua el
aljibe de la Junta y el del tren de dragado, acompañados probablemente de la
lancha de vapor “Julieta”.
Más a popa (en la zona de máquinas) se han dispuesto defensas
de costado, posiblemente ante la inminente llegada del vapor auxiliar de
Trasatlántica que transporta un trozo de auxilio (Foto de autor desconocido)
Cuando un
accidente se lleva por delante a testigos y protagonistas es difícil
describirlo honradamente sin que los “al parecer” desborden el relato, y al
parecer el método inicialmente elegido para inundar las dos bodegas de proa fue
comunicarlas con la mar mediante un trabajillo de fontanería en máquinas,
presumiblemente a través de sus raquíticas líneas de sentinas.
Era previsible
que el agua penetrara en estas bodegas con cierta parsimonia, aunque quizá no
tanto que, de paso, se inundara la máquina (y en menor medida la bodega de
popa), obligando a apagar la caldereta y dejando al buque sin bomba de
contraincendios, chigres ni molinete[20].
Hasta entonces
se había intentado poner a salvo parte de la carga descargándola pero, ya sin
plumas y por si acaso, la tripulación empezó a poner a salvo del fuego botes
salvavidas y otros equipos.
No era para
menos: las llamas que salían por las escotillas llegaban a media altura del
palo, y a popa amenazaban el puente.
En determinado
momento se corrió por el muelle la voz de que el buque transportaba dinamita y
centenares de mirones pusieron pies en polvorosa, pero enseguida volvieron tras
comprobar que las autoridades seguían a pie de obra porque, de haber peligro,
¿quién iba a estar mejor informado que los mandamases?.
No les faltaba
razón, ya que además del comandante de Marina y su segundo, a bordo o al
costado del buque estaban el gobernador civil, el alcalde, varios concejales,
el jefe de la guardia municipal, el ingeniero de obras del puerto, el
gobernador militar, el coronel del regimiento de Burgos, el marqués de Pombo,
jueces, fiscales, oficiales del Ejército y de la Armada, prácticos, vistas de
Aduanas y una pléyade de secretarios y ayudantes.
El día anterior
había llegado de La Habana el correo “Alfonso
XIII”, de la Compañía
Trasatlántica, que tras desembarcar el pasaje continuaba amarrado a su boya
en la canal; hoy sería difícil explicar el “caché” que tenían esta compañía,
sus barcos y sus capitanes, así que no lo intentaré.
Baste decir que
hacia las 16 h se presentaron al costado del “Machichaco” con su propio
vapor auxiliar (el “Santander”[21]) y un
impresionante trozo de auxilio de cuarenta personas que incluía al capitán
sub-inspector de la naviera en Santander, el capitán del correo, oficiales de
cubierta y máquinas, médico, practicante, un grupo de subalternos y los siete
tripulantes del “Santander”.
Dice la leyenda
(y así se ha publicado) que, a su llegada, el capitán del “Alfonso” (Don
Francisco Jaureguízar, santanderino de 43 años cuatro veces condecorado,
capitán de la Marina Mercante y teniente de navío de 1ª Clase de la Reserva
Naval) preguntó a su colega bilbaíno del “Cabo” “¿Hay
dinamita a bordo, Léniz?” y que este le respondió “La que traía para acá ya está
desembarcada”, lo que de ser cierto, demostraría la conveniencia de
“saber idiomas”.
Como leyenda no
está mal, pero considerando que ambos capitanes eran amigos y pertenecían a “familias conocidas”, es improbable que Don Facundo se arriesgara a que Don Francisco le
rompiera la cara al día siguiente.
Además, en el
“Cabo” no estaban para sutilezas y, dando el barco por perdido, se apresuraban
a salvar lo salvable: un testigo que pudo contarlo escribió que: “...tiznados, calados de agua, con
prisas de locos, salían y entraban por las escotillas los tripulantes y los
demás hombres que se ocupaban en salvar efectos y mercancías. Quién sacaba un
lío de ropa, quién un baúl, quién un mueble, quién estuches de aparatos y
útiles de los navegantes...”.
La sobrecarga
de autoridades tampoco ayudaba: “...la gente
respetable, los que ejercían allí alguna autoridad, voceaban órdenes que nadie
oía. Todos eran a mandar los unos, todos eran a trabajar sin sumisión a órdenes
los otros”.
Me da en la nariz que, en la mejor tradición mercante, la tripulación del “Machichaco” ya había detectado que el principal peligro lo representaban las autoridades de tierra.
Tras el
accidente se dijo que el buque llegó a apoyar la proa en el fondo antes de las
16.30 h pero, sobre el papel, a las 16.30
h debía haber 7,80 m de calado en el muelle y el “Cabo” solo medía 6,80 de la
quilla a la cubierta superior (la situada sobre las dos bodegas de proa); de haber llegado a hundirse
la proa, esta cubierta habría quedado a ras de agua “expulsando” las
embarcaciones que consta estaban abarloadas a su costado y a las personas que
trabajaban sobre la citada cubierta, un detalle que habría quedado registrado
casi con seguridad.
Confirman estas
cifras las fotos tomadas tras el hundimiento, que muestran la cubierta
“saltillo” (la de popa, un metro más alta que la superior) a ras de agua en
bajamar.
Así, parece más
verosímil otra versión según la cual, a esa hora, el gánguil “San Emeterio”
se mantenía listo para tomar a remolque el vapor incendiado: con el “Cabo
Machichaco” flotando casi adrizado[22], podía
suponérsele la estabilidad necesaria para atravesar en cinco minutos los 300 m
que a finales del siglo XIX tenía la canal y varar en el arenal del otro lado,
donde las llamas no amenazarían el muelle de madera ni su hundimiento
inutilizaría el atraque.
Obviamente,
antes había que aflojar el freno del ancla fondeada (presumiblemente ya
desembragada), largar cadena con la arrancada y confiar en que filara por ojo[23]
(dudoso) o que alguien pudiera desenmallarla[24].
No sorprende
que el comandante prefiriera hundirlo donde estaba, pero como el buque se
tomaba su tiempo ahora ordenó “que se cortaran los tubos de los jardines[25]” y que “se abriera un boquete en la mura de babor”
(supongo que ya habrían lastrado los dobles fondos).
Una pequeña
multitud que incluía la mayor parte de las autoridades (¡se habló de 86
personas!) pasó a las embarcaciones abarloadas[26] para
botar los remaches del costado y, de paso, evitar arruinar el bombín naufragando
en puerto.
Por desgracia
los remaches se botan a castañazos, y nadie debió ver las pegas de utilizar
mandarrias y cortafríos contra las paredes metálicas de un vaso de
nitroglicerina.
En aquel
momento estaban abarloados al “Cabo” dos aljibes, una lancha de vapor y el “Santander”,
que junto con el buque incendiado sumarían un centenar largo de personas.
En tierra la
multitud seguía absorta el espectáculo: como poco, habría unos tres mil
“espectadores” entre la explanada y los edificios cercanos en un radio de unos
200 m.
Como en el caso
del incendio, es difícil que llegue a saberse con certeza el origen de la
explosión, pero es un hecho que ocurrió hacia las 16.45 h, pocos minutos
después de que empezaran a darle a la mandarria; también es un hecho que la
dinamita de la bodega nº 3 no estalló, por lo que solo lo hizo la parte no
quemada de las 31 toneladas restantes.
Fue una especie de cañonazo de metralla
disparado hacia el cielo, con la parte sumergida del buque haciendo de culata,
sus costados de tubo, las escotillas de boca y los entrepuentes y su carga de
proyectil.
Antes de
reventar, este “cañón” confirió a la explosión tal componente vertical que,
aunque por fuerza debían estar a menos de 50 metros, sobrevivieron más de la
mitad de los tripulantes del buque, casi todos subalternos ocupados en “salvar
los muebles” a popa.
En cambio,
quienes estaban a proa o en las embarcaciones abarloadas (que se hundieron)
recibieron el impacto de lleno: así pereció el capitán Léniz, todos sus
oficiales (salvo el 1er maquinista) y maestranza, el trozo de auxilio del
“Alfonso XIII” y la práctica totalidad de las autoridades.
A excepción de
la “zapatilla”[27], la
mitad de proa del “Cabo” se desintegró convirtiéndose en metralla, pero desde
el mamparo proel de máquinas hacia popa quedó relativamente intacto, hundido y
algo separado del muelle.
A varias personas la explosión les recordó una “pirámide invertida” y, en efecto, parece que la mayor parte de los fragmentos metálicos siguió una trayectoria parabólica (“...se elevaron a gran altura, se esparcieron en el aire como luces de cohete...”) cayendo sobre calles y tejados en un radio de unos 700 m. Con todo, algunas piezas más compactas aparecieron a 5 km de distancia.
Las guías de emergencias modernas prescriben que, en un
incendio como el del “Machichaco” (mercancía encajonada tipo 1.1: explosivos
con peligro de explosión en masa), si el fuego alcanza la carga debe dejarse
que arda y evacuar a todo el personal (incluyendo los bomberos) en un radio de
1.600 metros.
En este gráfico se ha marcado dicho radio en amarillo, en
verde los lugares habilitados en Santander y en 1893 para operaciones con
explosivos y, en rojo, un muestreo de lugares donde “aterrizaron” fragmentos
pesados del buque o de su carga.
Es evidente que, con la extensión que entonces tenía la
ciudad, de haberse utilizado el atraque o el fondeadero prescritos los daños a
las personas habrían sido mucho menores (Composición y rotulación propias sobre
un mosaico fotográfico de “Google Earth”)
Naturalmente,
el efecto sobre la multitud que estaba en las proximidades fue espantoso, no
tanto por la explosión como por la metralla.
Así, aunque se
produjo la inevitable onda de choque (“las boinas
más apretadas eran arrancadas de las cabezas por aquella ráfaga y proyectadas a
larga distancia”), el número de víctimas por “blast injury”
primario (sobrepresión) parece haber sido mucho menor que por secundario
(fragmentos) o terciario (personas arrojadas contra objetos).
En los primeros
600 metros hubo que sumar el efecto de centenares sino miles de toneladas de
agua y fango caídas del cielo, que arrastraron a las personas. Para colmo, la
explosión produjo un movimiento sísmico (“...persona hubo que al huir cayó y
se levantó cinco o seis veces sin que hubiera para ello otra razón que la
fuerte trepidación del suelo”) con daños adicionales a los edificios.
De creer un
relato de la época, ni el terremoto ni el tsunami habrían supuesto un
problema para evacuar la plaza (“La desbandada fue rapidísima: no hay medio de
describir con veracidad la fuga: no huyó ejército de aquel modo en las mayores
derrotas”).
Más afinado
anda otro relato contemporáneo (“tres minutos después de haber ocurrido la
explosión, del muelle de Maliaño habían desaparecido todas las personas que
habían podido huir”), porque desgraciadamente para la mitad del
“público” las cosas no resultaron tan fáciles.
Unas 300 personas debieron morir casi en el acto, y el resto hasta un total de 575 en los días y semanas siguientes; otras 500 sufrieron heridas graves y, entre 1.500 y 2.000, de diversa consideración.
Vista parcial de las ruinas de la calle Méndez Núñez después
del incendio ocasionado por la explosión. En primer plano aparecen algunos
niños y señores entre los escombros. Al
fondo, a la derecha, el hotel Continental y, a la izquierda, el hotel Europa.
Buena parte de
esta matanza se debió al cargamento de vigas metálicas y raíles de los
entrepuentes, que actuaron como guadañas en la multitud: baste señalar que,
solo en el recinto de la catedral (a más de 200 metros), cayeron unas sesenta
vigas de 300 kg cada una.
Vista de la calle Méndez Núñez. En primer plano, las dobles T de hierro con las que venía cargado el 'Cabo Machichaco' de la compañía Vasco – Andaluza, el día de su explosión. Éstas fueron lanzadas por encima de las casas de la calle Calderón de la Barca, sobre la calle Méndez Núñez. Al fondo, restos del desastre.
Si como muestra
basta un botón, valga el detalle recogido por Casado Soto: ”Al día siguiente se publicó un bando del Alcalde
encareciendo precaución y cuidado a los propietarios, en el reconocimiento de
sus destrozados tejados, para que recogieran los restos humanos que allí
pudiera haber”.
La calle Calderón de la Barca
destruida por el incendio subsiguiente a la explosión; en la esquina inferior
derecha puede observarse un bomba de agua dotada de un candil.
Los restos del “Cabo
Machichaco” tras la primera explosión: tres calles (fuera de la foto y a la
derecha) han quedado arrasadas, pero el muelle y la mitad de popa del buque
permanecen relativamente intactos.
A la vista de los planos, en el momento de hacer esta foto en el costado de estribor hay una sonda de unos 8,80 m, un metro más que la que en teoría debía haber en el muelle a la hora de la explosión, lo que sugiere que, con la proa hundida, en aquel momento la cubierta afectada por el incendio (un metro más baja que la de popa, por el saltillo) debía quedar a ras de agua. (Foto de autor desconocido)
Ilustración de Tomás Hoya Cicero, del libro “Un desastre a la española. La explosión del vapor Cabo Machichaco".
OTRA VEZ DE SANTANDER AL CIELO
Dice una
asistenta en sus memorias que, “cuando Dios aprieta, ahoga pero bien”, y aquel
Noviembre apretó a conciencia: tras la explosión varios edificios comenzaron a
arder, probablemente por proyección de fragmentos incandescentes.
Era un momento
claramente inoportuno porque acababan de perecer o quedar neutralizados 20
bomberos con su equipo, lo que en una ciudad de menos de 50.000 habitantes
significa quedar en chasis.
Con los
bomberos habían resultado neutralizados 25 guardias municipales y unos 40
guardias civiles y carabineros, es decir, buena parte del personal cualificado
para atender emergencias; además, los supervivientes estaban descabezados salvo
en lo referente al alcalde y el gobernador militar, “solamente” descalabrados.
Sirva de muestra lo ocurrido a la Corporación de Prácticos, que perdió a cinco
de sus miembros incluyendo el práctico mayor.
Así, los
incendios quedaron desatendidos hasta que bajó a la ciudad el coronel de
Ingenieros Bruna, que aparentemente salvó la vida por estar en su destino; tras
localizar a la única autoridad “operativa” (el presidente de la Diputación),
ofrecerle sus servicios y serle aceptados, consiguió reunir una “fuerza” de un
bombero y cuatro paisanos. Aquella noche recibiría refuerzos de la guarnición
local (sin “herramientas”) y “6 u 8 bomberos y algunos enseres para incendios”.
Fue un bello
gesto que no alteró el resultado previsible: pese a los esfuerzos de los
bomberos enviados desde el resto de la provincia y, en los días siguientes,
desde Bilbao y San Sebastián, durante una semana las tres calles paralelas al
muelle ardieron hasta los cimientos, pero al menos consiguieron mantener el
incendio localizado.
Al
personal sanitario no debió irle mucho mejor, porque las catástrofe del Cabo
Machichaco tuvo consecuencias bastantes más graves que los atentados del 11
de marzo de 2004 en Madrid, y todos recordamos el desafío que la atención de
aquellas víctimas (191 muertos y alrededor de 1.800 heridos) supuso para la
infraestructura de un área metropolitana cien veces mayor que el Santander de
1893. Los relatos de la época describen escenas horribles, con los muertos y
heridos desbordando el antiguo hospital de San Rafael (actual Parlamento de
Cantabria).
Dos o tres días después pudo habilitarse un hospital auxiliar en El Sardinero y otro en Calzadas Altas, pero como hemos visto (y como no podía ser de otra manera) la mortalidad entre los heridos fue muy importante. Eso por no hablar de los “medios” con los que trabajaban los médicos de la época: día 5 pudo constituirse en el Ayuntamiento una junta de autoridades que incluía al ministro de Hacienda, la primera petición al exterior que consta (por parte del mismo ministro) es el envío urgente de 50.000 gramos de algodón hidrófilo, 4.000 paquetes de gasa sublimada y 4.000 metros de gasa ordinaria. Sin duda un material de primera necesidad para curas, pero con poca más capacidad terapéutica que cuatro mil cajas de “tiritas”.
Vista de la zona del Ensanche de Maliaño después de la explosión de la dinamita. En la imagen puede verse en primer plano la ruinas del colegio o convento de la Franciscas Misioneras de la Madre del Divino Pastor (fundado en 1884). A su lado estaban la Audiencia y la compañía “Singer”. Detrás del convento unas naves, que bien pudieran ser las de la compañía de maderas. El fuego comenzó en esta zona tras la detonación. Al fondo, a la izquierda, el hotel Continental, junto al cual había un instituto de vacunación.
El primer
informe “oficioso” de las causas del accidente lo emitió el obispo al día
siguiente, advirtiendo que “...la
imprevisión y la codicia han podido tener no pequeña parte” y, tras
recordar que “no caerá un cabello de nuestra cabeza sin la permisión de nuestro Padre
celestial”, invitó a la chocada población a examinar “...si las blasfemias, la profanación
de las fiestas, y otros pecados públicos que se consienten .../... pueden haber
provocado su justo enojo...”.
Siendo un
reconocido asceta, y por añadidura foráneo, se explica que el buen prelado
desconociera lo difícil que es pecar en Santander.
No andaban
mejor informadas otras autoridades, y cuando pasados seis días se anunció que
parte de la dinamita seguía a bordo e iba ser extraída, los escarmentados
ciudadanos huyeron de la capital por millares.
Dicen las
crónicas que, “para infundir la calma a los vecinos que quedaron en Santander la tarde en
que se comenzó la extracción, el ministro de Hacienda, señor Gamazo, el
Gobernador civil, señor Jimeno de Lerma, el señor marqués de Comillas, el
presidente de la Diputación, señor Sainz Trápaga, y varios diputados y
concejales, recorrieron la ciudad y se estuvieron paseando por los muelles”;
sin duda, los españoles podemos tropezar dos veces con la misma... bomba, pero
nadie nos negará genio y figura.
Con el 5% de
los habitantes de Santander muertos o heridos sobraban motivos para el mosqueo,
pero... ¿cuándo se ha visto a un ministro de Hacienda mal informado?.
La misma
crónica recogió que “dos días después de haberse comenzado la extracción, la
mayor parte de los vecinos habían vuelto a sus casas, no muy tranquilos, pero
sin aquel temor a otra explosión...”
En realidad
sobraban motivos para el temor porque, al hundirse el barco, las 463 cajas de
dinamita (11,5 toneladas de explosivo) de la bodega nº 3 habían quedado
sumergidas, liberando parte de su nitroglicerina.
En el Derecho
Marítimo, un naviero puede limitar su responsabilidad civil tras un percance al
valor residual del buque y los fletes, lo que en el argot se llama “abandono”; como era previsible Ybarra ejerció este
derecho, pero antes tuvo el detalle de donar una cantidad a las víctimas y
ofrecerse a retirar la dinamita.
Había
nitroglicerina por todas partes y, quizás, lo más acertado habría sido volar
los restos en pleamar tras aligerarlos de metralla, pero... ¿quién se resiste a
una escotilla abierta?: inevitablemente, se empezó a “aligerar” dinamita.
En un ambiente
de general inquietud, supervisaban la faena el (nuevo) comandante de Marina, capitán
de fragata Ferrándiz, el (nuevo) ingeniero del Puerto y otro de la fábrica de
Galdácano, que hasta el 19 de Febrero [de 1894] consiguieron sacar buena parte
de la carga y la casi totalidad de la dinamita sin romper un plato.
También sacaron
tonelada y pico de nitroglicerina (absorbida con una bomba especial), pero
cuando la temperatura del mar bajó a unos 13ºC el explosivo se congeló,
haciéndose aún más intratable.
A partir de
aquí no debieron verlo claro y, tras plantearse volar lo que quedaba (entre 2 y
4 toneladas de nitroglicerina), surgieron voces e intereses discordantes, el
tema se politizó y el 4 de Marzo se constituyó por Real Orden una Junta Técnica
para buscar una solución definitiva.
La componían el Director de la Escuela de
Torpedos (capitán de fragata Bustamante[28]), el
Inspector General del Cuerpo de Minas y el Subdirector General de Obras
Públicas, que llegaron a Santander el 15 de Marzo siendo recibidos por una
multitud que les siguió hasta el muelle a reconocer los restos.
Según la prensa de la época, aquella fue la primera noche en más de cuatro meses que la población durmió relativamente tranquila, pero a lo mejor sólo estaban pasmados.
Trabajos para recuperar dinamita entre las dos primeras explosiones. La grúa flotante de la izquierda debe ser la "Priestman" de la Junta, que resultaría destruida en la segunda explosión, y su aparejo pende sobre la escotilla sumergida de la bodega nº3, junto al buzo. Los pescantes de la derecha estaban situados inmediatamente a popa de la chimenea, y la superestructura que emerge a popa es la cámara (Foto de autor desconocido)
Recuperación de la dinamita de la bodega nº 3 entre la
primera y la segunda explosión. En la esquina inferior izquierda se aprecia la
popa, con la superestructura de la cámara. Más a proa, sobre la escotilla de la
bodega, se ha tendido una pasarela para alijar cajas de explosivo a un par de
embarcaciones. A la derecha y relativamente intacto, se ve el muelle donde
estaba atracado el buque (grabado de autor desconocido procedente del libro “La
catástrofe del Machichaco”, Autoridad Portuaria de Santander, 1993)
Tras estudiar
varias alternativas, la Junta optó el día 16 por continuar extrayendo carga y desguazando
superestructura, y el 18 se animó a meter mano a la nitroglicerina congelada
con agua caliente (y mucho cuidado).
Parece que
también se imprimió un nuevo “ritmo”, porque ahora los buzos trabajaban de
noche e incluso se retiraban planchas del casco... ¡botando remaches!
Hacia las 2000
del día 21 de Marzo [de 1894] un buzo bajó a la bodega con una “nueva lámpara
de cien bujías” y hacia las 2110 se produjo una explosión que desintegró lo que
quedaba del casco a popa de la bodega nº 3, matando a 15 personas, hiriendo a
otras 9 y liquidando buena parte del material flotante de la Junta del Puerto
que había sobrevivido a la primera explosión.
Estado del casco después de
cada una de las dos primeras explosiones (Fotocomposición y rotulación propia
sobre dos dibujos procedentes del libro
“La Catástrofe del Machichaco”, Autoridad
Portuaria de Santander, 1993)
Esta vez el
soliviantado vecindario intentó asaltar el Gobierno Civil, las oficinas de Ybarra
y dos de sus buques, y cuando la Guardia Civil salió a la calle con bayoneta
calada, fue recibida a pedradas por grupos que hubieron de ser disueltos con
disparos al aire.
Vista parcial de una parte del muelle de Maliaño, durante la búsqueda de víctimas que siguió a la segunda explosión ocurrida el 21 de marzo de 1894. En primer plano, los restos del vapor, entre ellos un timón y una chimenea; a la derecha, un bote con hombres durante las labores de rastreo y, al fondo, los muelles abarrotados de personas que presenciaban la escena. Por detrás, entre los pilares del muelle, se ve atracado un barco.
En la tónica
habitual de combatir la alarma social sobrerreaccionando (¡qué remedio!), se
decidió evacuar la ciudad de Santander (así, como suena) y volar lo que quedaba
del barco, explosionándose el día 30 [de marzo] desde el cañonero de la Armada
“Cóndor” varias cargas dispuestas por el capitán de fragata Bustamante
con los santanderinos contemplando la faena desde las alturas próximas.
No se apreciaron explosiones secundarias,
aunque para entonces no debía quedar gota de explosivo sin estallar ni pez en
la bahía con el oído sano.
Voladura de los restos del 'Cabo Machichaco', encargada por la comisión técnica. Para la operación se desalojó Santander, refugiándose sus habitantes en Peña Castillo, Solares, Astillero y Camargo. En la imagen, en primer plano, uno de los momentos de la voladura controlada y una boya, En el muelle de Maliaño; al fondo, los restos del convento de las Franciscas Misioneras, la Audiencia, Singer y la Compañía de Maderas en ruinas, que daban a Calderón de la Barca y a la Calle Castilla. Al fondo, la calle Alta con la fábrica de tabacos.
Lo que quedaba del “Cabo” se extrajo entre 1895 y 1896 salvo parte de la zapatilla, que apareció al dragar la zona en 1947 para construir el actual Muelle de Bloques.
Obra de Valentín Ramón Lavín Casalís. Se trata de una gran mole arquitectónica rematada en una cruz. Se inaugura el 3-11-1896 como recuerdo a as víctimas de la explosión del Cabo Machichaco. El monumento lleva inscripciones y una figura femenina sentada en bronce., con una corona de siemprevivas que simboliza la ciudad de Santander cuya autoría se asigna al escultor ovetense Cipriano Folgueras Doiztúa. El monolito está rodeado de una verja de hierro.
En 1896 la
jurisdicción de Marina dictó auto de sobreseimiento por no apreciar
responsabilidad criminal de tripulantes ni autoridades en la pérdida del buque
pero, pese a haberse ejercido el “derecho de
abandono”, la aseguradora “La Unión y el Fénix” reclamó a Ibarra por vía
ordinaria las cantidades abonadas a sus asegurados y, tras perder el caso,
recurrió al Supremo.
La naviera
alegó que el capitán Léniz “...no tuvo directa ni indirectamente la menor culpa del
suceso...” origen de la explosión, el celo para que las mercancías
peligrosas “...fueran estibadas con todas las precauciones que la
ciencia y la práctica aconsejaban...”, el “...ser conocida por
las Autoridades la existencia de dinamita a bordo, y haber atracado siempre los
buques con explosivos a todos los muelles”, y que el comandante de
Marina “...con autoridad plena asumió el mando de
la nave, y sin duda entendió que para las personas no había señal más segura
del peligro que la manifestación del incendio”.
En sentencia de
23 de Junio de 1900, el Tribunal Supremo consideró la demanda carente de
fundamento, condenando a la aseguradora al pago de las costas y la pérdida del
depósito constituido.
El correo “Alfonso
XIII” tuvo un alarga y distinguida carrera, incluyendo tres años de
“mili” alternando como correo artillado y crucero auxiliar en la Guerra de
Cuba; sobrevivió a cinco impactos norteamericanos, pero ya en su vejez
aprovechó una escala en Santander para suicidarse.
Ocurrió el 5 de
febrero de 1915, mientras sufría amarrado en “su” boya las habituales obras de mantenimiento entre
viaje y viaje que, esta vez, incluían el descosido de una plancha del costado
de estribor. Al terminar la jornada, los operarios volvieron a tierra dejando
la plancha “presentada” pero sin remachar, y poco después saltó una surada que
no impidió que el buque se mantuviera aproado a la corriente de marea. Tras el
repunte de la pleamar el “Alfonso” borneó hasta recibir el ventarrón atravesado
por babor, escorando a estribor lo suficiente para sumergir la plancha descosida
y permitiendo que el entrepuente de la bodega nº 2 empezara a inundarse. La
guardia se enteró hacia las 20 h, al aumentar la escora a estribor, pero cuanto
más agua entraba más aumentaba la escora y más se sumergía la plancha; con
todas las calderas (salvo la caldereta) apagadas por mantenimiento no debía
haber vapor suficiente para las bombas, y la cosa se les fue de las manos.
Así, hacia las
22.15 h el Alfonso XIII se dejó ahogar tumbándose sobre su costado de estribor,
con la sirena sonando y la cara vuelta hacia el mismo muelle donde 22 años
antes había visto morir a sus hombres. Se hundió a 700 metros de donde seguía
enterrado lo que quedaba del Machichaco, llevándose con él un perro chihuahua que venía de encargo, pero de
los suyos permitió que se salvar el gato (negro).
Personal de la Comandancia de Marina reconoce el correo de la Compañía Trasatlántica 'Alfonso XIII', tras perderse amarrado a su boya de Santander la noche del 5 de febrero de 1915. La rampa que se ve enfilada con la cubierta está en la entrada de la dársena de Puertochico pero, en 1893, la boya de amarre de los correos de Cuba estaría grosso modo enfilada con las tres personas del extremo derecho de la foto, aproximadamente a medio camino de la península de La Magdalena, que se adivina al fondo (foto de autor desconocido procedente del libro Naufragios en la Costa de Cantabria, de Rafael González Echegaray, Editorial Everest, 1976)
Desparecidos el
Cabo Mayor (es Lavrión) y el
Cabo Machichaco (ex Benisaf), sus dos hermanos mayores
continuaron navegando durante un tercio de siglo, cambiando de manos y de
nombre hasta que en 1956 al antiguo Landore lo mandaron al desguace;
sería el único de los cuatro en morir de “muerte natural”.
En octubre de
1930, el último superviviente (el antiguo Cypriano) sufrió un abordaje
en las proximidades del Cabo Corrubedo: con cincuenta años en las cuadernas
debía sentirse hecho polvo, y tras haber llevado cinco nombres en sus amuras
estaría terriblemente desorientado. Temeroso del soplete, el viejo vapor
aguantó a flote lo justo para devolver a la gente a su elemento y una hora
después, a una milla de la isla de Sálvora (a la entrada de la ría de Arosa),
se dejó morir de cansancio y soledad en el suyo, que era la mar.
Pasado más de
un siglo, la explosión del Cabo Machichaco sigue siendo un
referente en gestión (atolondrada) de
cargamentos indeseables en lugares inadecuados, pero desgraciadamente a todo a
quién gane.
El 6 de
diciembre de 1917 el carguero francés Mont Blanc, que entraba en el
puerto canadiense de Halifax, se cruzó con el noruego Imo en una zona
complicada de la canal; el noruego iba en lastre, pero el francés transportaba
2.147 toneladas de ácido pícrico (detonante), 227 de TNT y 56 de algodón
pólvora (explosivos) y 223 de benzol (muy inflamable).
Pese a
transportar un cocktail infalible, parece que el Mont Blanc no llevaba
izada la bandera de carga peligrosa, quizá por estar en guerra y no dar pistas
a los “malos”.
Tampoco se las
dio a los “buenos”, y tras un intercambio de bocinazos y un par de
malentendidos el Imo incrustó su proa en el costado del francés,
originando un incendio incontrolable de benzol y ácido pícrico.
Intuyendo el
resto de la película, los tripulantes del
Mont Blanc arriaron los botes y se alejaron remando hacia la
orilla norte (Darmouth), dando la alarma en francés a personas que sólo
entendían inglés mientras su buque, ahora abandonado, “atracaba” por libre en
la orilla sur (Halifax) incendiando un muelle.
Como en el caso
del Cabo Machichaco hubo
abundancia de mirones e intentos de extinguir el fuego hasta que, apenas veinte
minutos después del abordaje, el Mont
Blanc voló por los aires arrasando la ciudad en un radio de una milla y
causando unos 2.000 muertos y 9.000 heridos.
Se cree que fue
la explosión accidental más mortífera de la historia humana, aunque
empatada en potencia (unos 3 Kt) con la del buque (también francés) Grandcamp,
que estalló en 1947 en Texas City con 2.300 toneladas de nitrato amónico
causando 581 muertes.
Volviendo a Santander, la explosión del Cabo Machichaco condicionó el desarrollo de la ciudad, ilustrando sobre los inconvenientes de vivir junto a un puerto a las clases acomodadas que entonces comenzaban a instalarse en lo que se proyectaba como el ensanche “pijo” (la “Fachada Marítima”, en dirección al Barrio Pesquero, donde pensaba construirse el Ayuntamiento).
Tras la catástrofe la “Fachada Marítima” pasó a mejor vida, y Santander se reproyectó con su centro urbano refugiado tras un cerro y “ensanchada” en parte hacia una ladera. En palabras de Luis Sazatornil “lentamente pero con firmeza, la ciudad asomada al mar se vuelve sobre sí misma asustada de las heridas recibidas por un vapor llamado Cabo Machichaco”, pero cuando se está gafado sobran motivos para el mosqueo: en 1941 un incendio originado a pocos metros del anterior arrasó el centro, y buena parte de la zona destruida en 1893 volvió a arder hasta los cimientos.
Al día de hoy esa zona de la ciudad está
ganando la batalla al puerto, y vuelve a hablarse de “Fachada Marítima”; la
explanada donde murió tanta gente tiene ahora un inconfundible glamour urbano,
pero conserva desde 1896 un monumento que recuerda la catástrofe donde, cada 3
de Noviembre, el Ayuntamiento de Santander sigue depositando unas flores.
Monumento en recuerdo de la
catástrofe del vapor "Cabo
Machichaco" en Santander. El buque estaba atracado a poco más de 100
metros a la derecha del observador (Fotografía propia)
BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES
Este trabajo se basa fundamentalmente
en la “Noticia Circunstanciada de la
Explosión del Vapor Cabo Machichaco”
(La Atalaya, 1894),
en otro libro del que es coautor y director José Luis Casado Soto (“La Catástrofe del Machichaco”;
Autoridad Portuaria de Santander, 1993) y en un tercero de Rafael González Echegaray
(“Naufragios en la Costa de Cantabria”; Ed. Estudio, 1976).
He podido acceder a los dos primeros
gracias al citado José Luis Casado, director del Museo Marítimo del Cantábrico e historiador marítimo con una
bibliografía y entusiasmo por nuestra historia que apabullan.
Al Capitán de Fragata Sasía le debo
el acceso a la obra de Adolfo Castillo e Iñigo Ybarra (“La Naviera Ybarra”; Ybarra y Cía., 2004), y a través de ella a los planos
del “Machichaco” y los sobordos de carga de su último viaje.
Los datos sobre construcción naval en
el siglo XIX proceden del volumen VI del “Conway’s History of the Ship”
y, para detalles puntuales, he utilizado entre otros un artículo [“Los marinos
que dieron su vida en la catástrofe del ‘Cabo Machichaco’”] de Juan
Llabrés Bernal publicado en la Revista General de Marina de Abril de
1944, otros dos
trabajos del imprescindible González Echegaray, un escrito de Aduanas casi inmediato a la tragedia (archivo
de la Autoridad Portuaria) y la sentencia del Tribunal Supremo de 23 de Junio
de 1900.
Resta aclarar que las mareas están calculadas por el Método de Laplace y que las horas citadas deberían ser Hora Civil del Lugar, porque en España no se estandarizó la Hora Civil de Greenwich hasta 1901.
[1] CHIGRE:
Maquinillas situadas a cubierta para virar los aparejos de la plumas de carga.
[2] SERVO:
Aparato para mover el timón en los buques de cierto tamaño.
[3]
SALTILLO: Escalón en la cubierta de un buque.
[4] APROAR:
Navegar con más calado a proa que a popa. En estas condiciones un buque es
menos marinero y más difícil de gobernar.
[5] PASAJE.
En el siglo XIX no era extraño que los
buques de carga llevaran un pequeño número de pasajeros. Antes de generalizarse
el ferrocarril, un vapor era una alternativa incomparablemente más rápida y
cómoda que un coche de caballos.
[6] A
igualdad de peso, el acero es más resistente que el hierro.
[7] La
navegación de cabotaje es la que se efectúa entre puertos de un mismo país,
normalmente en trayectos cortos y a poca distancia de la costa. Aunque las
líneas de Ibarra se extendían hasta Marsella, la mayor parte de se recorrido se
efectuaba en régimen de cabotaje.
[8] AMURA:
Parte curva de los costados de un buque en las inmediaciones de la proa.
[9] RECALAR:
Reconocer un punto de la costa viendo desde la mar; hasta la aparición de las
radioayudas esta operación tenía tanto de arte como de ciencia, y con niebla
podía resultar particularmente difícil e incluso arriesgada.
[10]
TRINQUETE: El palo de más a proa, que en los buques de esta serie estaba
situado entre las bodegas nº 1 y nº 2.
[11] PLANES.
Superficie inferior de la bodega de un buque, por debajo de los entrepuentes.
[12] 22 PIES
DE CALADO: El equivalente a 6,7 metros; históricamente las sondas de los
puertos y los calados de los buques solían expresarse en pies, y las
profundidades en mar abierto en brazas. Aunque en 1893 las cartas españolas ya
estaban en metros, la cartografía náutica de referencia era la británica, que
no empezó a utilizar cartas métricas hasta 1967. En la práctica, la mayor parte
de los equipos, tablas de calibración, etc estaban unidades imperiales
británicas.
[13] HcL.
Hora civil del lugar, que a efectos prácticos puede considerarse como la más
ajustada para permitir que en cada “lugar” el sol alcance su cénit a las 12.00
del mediodía; es la que nuestros abuelos llamaban “hora solar”, que con
diversas variaciones ha venido utilizándose desde la invención del reloj
mecánico y continúa usándose en determinados cálculos de navegación
astronómica. Naturalmente, esta hora es diferente para cada ciudad en función
de su Longitud: en el momento de los hechos en España todavía no se habían
ajustado los relojes a la “Hora Civil de Greenwich”, pero la presencia del
ferrocarril ya había obligado a considerar como “hora oficial” la “Hora Civil
de Madrid”, que casi con seguridad es la que se utilizaría en el Santander de
1893. En cualquier caso, la “Hora Civil del Lugar” de Santander sería casi
idéntica (unos 29 segundos de retraso) a la “Hora Civil de Madrid”, por tener
ambas ciudades prácticamente la misma Longitud.
[14]
CUARTELES. Piezas rectangulares de madera con las que se cerraban las
escotillas de las bodegas de los buques. Los cuarteles se apoyaban en unos
soportes transversales desmontables (las galeotas) que, a su vez, se apoyaban
en las brazalotas de las escotillas. Este tipo de cierre no era estanco, por lo
que los cuarteles se recubrían con lonas (los “encerados”) acuñadas contra las
brazolas.
[15] Se
refiere a la parte de la bodega contigua a la sala de máquinas.
[16]
CARBONERAS. Compartimentos destinados a almacenar el carbón que servía de
combustible al buque: eran “sospechosos” habituales porque, en ocasiones, el
carbón se incendiaba de manera espontánea, aunque solía arder lentamente y sin
excesivo escándalo. El mismísimo Titanic
sufrió en su viaje inagural (sin que trascendiera al pasaje) un incendio de
este tipo durante tres días, siendo extinguido poco antes de chocar con un
iceberg e irse a pique.
[17] En
puerto se apagaban las calderas principales para ahorrar carbón, encargándose
de suministrar el vapor necesario la “caldereta”, de dimensiones y consumo
mucho más reducidos.
[18]
Extraído de la Noticia circunstanciada de la explosión del vapor Cabo
Machichaco, publicada por el periódico La Atalaya poco después de la
primera explosión.
[19] TROZO
DE AUXILIO: Grupo de tripulantes de un buque seleccionados para combatir una
emergencia, a bordo o en el exterior. En este caso se trataba de los “trozos de
auxilio exterior” desplazados por los vapores Vizcaya y Alfonso XIII.
[20]
MOLINETE: Maquinilla de vapor situada en el castillo de proa, que servía para
levar las anclas y virar las amarras.
[21] El “SANTANDER”.
Este pequeño vapor se empleaba para transbordar a tierra el pasaje desde la
boya donde amuraban los buques de Trasatlántica.
[22]
ADRIZADO: Sin apenas escora
[23] FILAR
POR OJO: Salir (más o menos violentamente) la totalidad de la cadena por el
escobén, sin mantenerse ya unida al buque.
[24]
DESENMALLAR. Soltar la unión (la “malla”) del último tramo de la cadena con el
buque.
[25]
JARDINES. En los siglos XVIII y XIX, a bordo de los buque solía llamarse
“jardines” a los retretes. Si la descarga estaba situada bajo la flotación,
“cortar los tubos de los jardines” suponía provocar una inundación.
[26]
ABARLOADAS: Amarradas al costado.
[27]
ZAPATILLA: Sección inferior del casco de un buque, por debajo de los planes de
las bodegas.
[28] Joaquín
Bustamante y Quevedo, marino e inventor cántabro que, entre otras cosas,
destacó por su notable conocimiento de las armas navales. En 1898, siendo
capitán de navío y Jefe de Estado Mayor de la escuadra del almirante Cervera en
la Guerra de Cuba,, se puso al frente de una columna de marineros e infantes de
marina desembarcados y murió como consecuencia de las heridas recibidas en la
batalla de las Lomas de San Juan. Fue recompensado a título póstumo con la Cruz
Laureada de San Fernando.
Contraportada del libro “Un desastre a la española. La explosión del vapor Cabo Machichaco". Autor: Luis Jar Torre ; ilustraciones de Tomás Hoya Cicero. Prólogo de don José Luis Casado Soto. Editorial Creática , D.L. 2011. ISBN : 978-84-95210-54-8. Incluye la novela de José Mº de Pereda: "Pachín González".