Portada del libro “Un desastre a la española. La explosión del vapor Cabo Machichaco". Autor: Luis Jar Torre ; ilustraciones de Tomás Hoya Cicero. Prólogo de don José Luis Casado Soto. Editorial Creática , D.L. 2011. ISBN : 978-84-95210-54-8. Incluye la novela de José Mª de Pereda: "Pachín González".
Una
novela de don José María de Pereda, en 1895.
Nihil in terra
sine causa fit, et de humo non oritur dolor
Nada se hace en la tierra sin motivo, y de la tierra no nace el dolor.
(JOB, c. V, 6.)
Salió de su casa el día
preciso (el de los Difuntos, por más señas), después de oír las tres misas del
párroco de su aldea; día bien triste, ciertamente, para los vivos, si tienen
memoria para recordar y corazón para sentir, porque los hay que no sienten ni
recuerdan, sobre los cuales pasan esas y otras remembranzas como el viento
sobre las rocas. Sin los alientos que le infundió el cura aquella misma mañana,
sabe Dios si hubiera padecido serios quebrantos su resolución, porque fue mucho
lo que lloró su madre oyendo las misas y comulgando a su lado, aunque afirmaba
la buena mujer que solamente lloraba por los pedazos de su corazón que pudrían
en la tierra: por aquel esposo tan providente y tan bueno, por aquella hija tan
garrida y cariñosa, cuyas vidas había segado el dalle de la muerte tres años
antes. Sería o no sería esto la pura verdad en opinión del hijo, que también
lagrimeaba por contagio y a cuya sutileza de magín no se ocultaban ciertas
cosas; pero las reflexiones del párroco por una parte, y por otra la labor
tentadora de cierto diablejo que no descansaba un punto en su imaginación
pintándole cuadro tras de cuadro y siempre el último más risueño que el
anterior, lograron hacerle triunfar, sin gran esfuerzo, de sus flaquezas de
hombre y de sus ternuras de hijo cariñoso. Tocante a lo señalado del
día, no era posible elegir otro más alegre. El vapor zarpaba el 4 a media
mañana, y no le sobraba una hora del 3 para despachar debidamente los
indispensables quehaceres que le esperaban en la ciudad.
Ello fue
que la madre y el hijo llegaron a Santander, según lo anotó a pulso el
jovenzuelo en su flamante cartera, «en la tardezuca del 2 de
noviembre de 1893».
Poco más
de veinticuatro horas le quedaban ya que pasar en este viejo mundo, en tierra
firme, conocida, propia... después, la inmensidad de los mares, lo remoto,
lo desconocido, lo incierto, «el otro mundo», del que tantos aventureros no
volvían, o volvían envejecidos y desencantados... Pero estas notas sombrías de
sus alegres panoramas imaginativos, no eran ya para traídas a cuento en ocasión
como aquélla. El dado estaba echado, y no cabía volverse atrás. Adelante, pues,
con el empuje de la fe de sus visiones; y por de pronto, a aprovechar bien
aquel puñadito de horas que le quedaban disponibles al lado de su madre: había
que saborearlas como las últimas migajas de la primera golosina que se nos da.
¡Dios piadoso! ¡que no fueran las últimas de su vida, consagradas a tan santo
destino!
Estas
ráfagas invernizas le mortificaron algo en las primeras horas de la noche, y
eso que procuró distraerse, andando a la ventura por las calles, contemplando
los escaparates iluminados de las tiendas y complaciéndose en mover la
curiosidad admirativa de su madre; hasta que el cansancio y las ganas de cenar
los volvieron a la posada.
Al
amanecer del día siguiente, ya estaba Pachín González despierto y restregándose
los ojos en la cama. De un brinco saltó de ella; y delante del escapulario
bendito que se quitó del cuello y colgó de un boliche de la cabecera, rezó las
oraciones de costumbre y algunas más por las necesidades del momento. Después
salió con su madre a oír una misa en la iglesia más cercana. Así, a la vez que
servía a Dios, «mataba el tiempo», hasta que se abrieran los escritorios y las
oficinas, y pudiera despachar sus negocios más importantes.
Desde la
iglesia y antes de almorzar, quiso dar una vuelta por el Muelle y un vistazo
desde allí. Ya sabía él que su vapor estaba hacia la derecha, arrimado a uno de
los tableros salientes de Maliaño. Se lo había dicho en la posada un huésped
que había de ser su compañero de pasaje: buen barco, poderoso y grande, aunque
menos lujoso que el correo, aquél de cuatro palos que se erguía como un gran
señor a la misma embocadura de San Martín. En otra ocasión había visitado él
uno semejante, casi igual, fondeado en el mismo sitio. ¡Qué riqueza, por
dentro, de maderas finas, de terciopelos y bronces como los mismos oros! ¡Qué
salones tan grandes, qué espejos tan resplandecientes, qué pompas de comedor y
qué alfombraje por los suelos! Cierto que no gozaban de tantas
maravillas los pasajeros que pagaban tan poco como él; pero, al cabo, tan en
palacio se vive habitando el principal, como los desvanes. Este vapor no salía
hasta el 20, y de seguro iría atestado de pasajeros de su modesta clase, que no
podrían revolverse en el sollado. Dos desventajas en comparación del otro,
del suyo, que salía con quince días de delantera, y, por ser barco
de carga principalmente, llevaba poco pasaje: ocho o diez, a lo sumo, en buenos
y desembarazados camarotes, como se vería luego... Por eso le había dado la
preferencia.
Todas
éstas y otras muchas reflexiones, enderezadas al mismo fin, se las hacía el
chico a su madre, que le seguía, sin desplegar los labios, con su pañuelo negro
a la cabeza, su chal de merino sobre los hombros, su refajo de estameña, negro
también, un paraguas con funda terciado sobre el brazo izquierdo, y mirando y
pisando con timidez, como si se hubiera metido en propiedad ajena sin permiso
de su dueño.
El día, a
todo esto, se presentaba hermoso, primaveral, esplendente de luz, suave,
dulcísimo de temperatura, convidando a vivir sin penas ni cuidados, y
ofreciendo el espectáculo admirable de la Naturaleza con lo más lucido de sus
galas otoñales, a los encogidos de espíritu y quejosos de la vida por
contrariedades de poco más o menos.
Después de
almorzar en la posada, vuelta los dos a la calle para realizar el programa
acordado de sobremesa: el pasaporte en «la Aduana», el billete de pasaje en «el
escritorio», etc., etc. Para esto y algo más iban bien pertrechados de
instrucciones y de dinero, y hasta traían una esquelita de recomendación para
cierto tabernero rico «de por allá» que se pintaba solo para abreviar trámites
y vencer obstáculos de cierta especie.
En estas
idas y venidas, siempre los mismos pensamientos en la cabeza de Pachín
González, pero extendiéndose y agigantándose en ella, de momento en momento, de
hora en hora, y a medida que el sol avanzaba en su carrera y envolvía en luz
los «palaciones» del Muelle, y chisporroteaba sobre el extenso cristal de la
bahía, y se llenaba la calle de transeúntes, y de rumores, y del estruendo del
áspero rodar de todo linaje de vehículos, desde el carro de bueyes hasta los
coches de lujo. Para él no tenía todo aquel tráfago febril con el grandioso
escenario en que se agitaba, más que un aspecto y una forma y un sonido: el
dinero, mucho dinero... ¡muchísimo dinero! Con el dinero se construían aquellas
casas «grandonas» y aquellos vaporazos que ahumaban y mugían en el puerto,
arrimados a los muelles o levantando espumas en las aguas, en su andar
acelerado para llegar cuanto antes a donde fueran con la carga de sus bodegas;
por el dinero se movían aquellas gentes que se cruzaban con él en todas
direcciones, con papeles en las manos, o hablando solas, o de lejos y a gritos
y sin detenerse con otras que tampoco se detenían y también respondían
gritando; de los pudientes y adinerados eran aquellas señoras tan arrogantes y
peripuestas, que, al pasar a su lado, dejaban un olor más fino todavía que el
de las rosas y la mejorana; y aquellos coches tan lujosos, arrastrados por
caballos regalones, cargados de metales relucientes sobre correajes charolados,
y obra de ricos y para los ricos, los potentes muros que contenían el mar y le
disputaban el terreno y llegaban a conquistársele; y aquellos palitroques
altísimos plantados en hileras y sosteniendo madejas de alambres que llevaban
la palabra de los hombres con la velocidad del rayo, por todos los rincones y
escondrijos de la población y aun por todas las regiones del mundo conocido; el
dinero era el talismán prodigioso que ponía en movimiento, que daba vida y
valor y prestigio a todas aquellas cosas, seres y artefactos. Ser rico
significaba, por lo menos, ser rueda principal de aquella máquina
asombrosa; sonar y hacerse oír en medio de la ruidosa
baraúnda; ser alcalde de la ciudad, marido de una señora guapa y elegante,
vivir en casa grandona, andar en carruaje propio, recibir los saludos de otros
ricos y formar comunión con ellos; y entre todos, ejercer absoluto poderío
sobre todo, desde los barcos de la mar y las casonas mejores y las piedras de
la calle, hasta las cajas del Banco y el tesoro del Ayuntamiento; ser, en fin,
el alma y la vida y el espejo de una gran ciudad como aquélla. Esto... o nada; es
decir, quedarse en Pachín González para siempre, o lo que era igual, el hambre,
la desnudez, la ignorancia, la obscuridad, el trabajo rudo de sol a sol, el
pedazo de borona, la vejez prematura, y la muerte, al cabo, en la desconocida
choza de su pobre aldea... o tal vez en el pajar remoto que la caridad de un
extraño le haya ofrecido para refugio de sus huesos quebrantados por el peso de
la edad y la fatiga, y el dolor de pedir una limosna de puerta en puerta...
¡Oh, el dinero!... ¡el dinero! mucho, ¡muchísimo dinero!... Bien sabía él dónde
se hallaba y de dónde le habían traído otros. A buscarlo iba allá. ¿Por qué
había de ser él menos afortunado?
Y como con
el ardor de estos pensamientos resultaban su andar más decidido y su continente
más apuesto y marcial, su madre, que lo veía y lo admiraba, mientras le seguía
los pasos muy de cerca, iba pensando a su vez: -La verdá, que campa como él
solo, y gusto da verle con ese porte tan airoso y tan gallardo. ¡Qué
conformación de cuerpo la suya, y qué espigao está! ¿Quién diría que no nació
de señorones de lustre pa cerner la levita y el bastón de puño de oro, más que
el atalaje corto que lleva encima? Verdá que, por llevarle él, no le conociera
el mesmo sastre que acaba de hacérsele... ¡Pos dígote el mirar de los sus ojos
y el plegue de la su boca! Duro es que se me marche, duro que
yo le pierda, y sabe Dios si para siempre en jamás; pero si con ese magín
despierto, y esa agudeza que sacó de suyo, y ese palabreo tan... vamos, y un
plumear como él plumea, y las escuelas que tiene, y las historias y hasta los
latines que sabe, está llamado a mejor suerte que la que tuvo su padre, majando
terrones toda su vida sin ver quitada el hambre a su gusto una vez siquiera,
¿por qué no ha de echar su correspondiente cuarto a espadas? Hasta, bien mirado
el caso, no es de los que menos triunfos tienen en el juego para atreverse a un
envite... ¡Vaya, vaya!... Lleva buenas cartas de unos y otros que nos quieren
bien, y colocación segura por lo pronto. ¡Cuántos con menos amparo al salir de
casa, han vuelto de allá hechos unos principeses, aborrecíos de caudales! Y
¿por qué no has de volver tú como el más pudiente de todos ellos?... Sí, hijo,
sí, que de menos nos hizo Dios; y el que no se arriesga no pasa la mar... Ni tú
sabrás nunca lo caro que cuesta a tu madre ese puñado de duros con que te pone
en camino de hacer fortuna, ni tu madre vivirá para gozarse en verte
afortunado, si lo alcanzas; pero otros lo verán, y lo verás tú mesmo, sobre
todo, que bien te lo mereces, por mucho que ello sea y por donde quiera que se
te mire...
Cuando
dieron por terminados sus quehaceres de la mañana y vieron que les quedaba
algún tiempo sobrante hasta la hora de comer, quiso Pachín llegarse «hacia los
otros muelles» para ver más de cerca su vapor. Deseaba conocerle «por afuera»
antes de visítarle por adentro, y bien despacio, por la tarde.
Volviendo
de esta excursión, que hacía de mala gana su madre, porque estaba rendida de
dar vueltas por la ciudad, como la ardilla en su jaula, oyeron decir a unos
hombres que miraban con fijeza a un vapor que estaba atracado a la cabeza de
uno de los muelles:
-Dicen que
se le ha declarado fuego a bordo.
Estremeciose
la buena mujer, y exclamó con los ojos puestos en Pachín:
-¡Que el
Señor te libre, hijo mío de mi alma, de peligros tales! Pos, mira, no había
contado yo con ellos.
-También
las casas se queman -respondió Pachín empujando suavemente a su madre para
alejarla de aquel sitio, pero sin apartar la vista del barco. -Por lo pronto
-añadió, queriendo chunguearse-, ahí me las den todas... y vámonos a la posada,
que ya es hora de comer.
A gloria
les supo la comida con el hambre que llevaban y la sazón que le dio aquel
comensal que había de ser compañero de viaje de Pachín, hombre ya duro de
colmillos, que iba a la Habana a recoger la herencia de un pariente muerto
allá, y muy hecho, según afirmaba, a navegar por «los mares de acá». Todo lo
pintaba llano y placentero como la palma de la mano; y en cuanto a los
incendios de los vapores, tras de no ocurrir dos en medio siglo, eran tan
fáciles de apagar con las «maquinarias» que hoy se llevaban a bordo solamente
para eso, como aquel pitillo que él estaba fumando, en cuanto le metiera por la
punta encendida en el agua del vaso que tenía delante. Y como lo afirmaba lo
hizo. Con esta demostración y aquellas seguridades, a Pachín le irradiaba la cara
de complacencia, y respiró su madre con entero desahogo; de manera que mucho
antes de acabarse la comida, ya habían perdido el uno y la otra hasta el
recuerdo del vapor, con fuego a bordo, atracado a uno de los muelles de
Maliaño.
Sin
levantarse de la mesa arreglaron el programa de la tarde. Primeramente irían al
vapor suyo, al cual no habían llegado por la mañana para verle por fuera a su
gusto, porque, puestos a andar hacia allá, iba resultando el camino más largo
de lo que aparentaba visto desde lejos, y, ellos estaban ya muy rendidos y con
grandes ganas de comer. Le verían, pues, a la tarde, por afuera y por adentro;
se acercarían al capitán, billete de pasaje en mano; conocerían el camarote que
se destinaba a Pachín y cuanto les dejaran ver de las maravillas del barco, y
averiguarían cuándo debía presentarse a bordo con su baúl el pasajero, y a que
hora saldría el vapor al día siguiente. Después de hacer esto, y de hacerlo
bien, porque era su principal negocio de aquel día, volverían a la ciudad y
visitarían, si daban con ella, a Juana Cornejo, hija de tío Juan Cornejo, su
convecino, que les había rogado mucho está visita a la mozona, la cual servía
en casa del señor don Pedro Redondo, viudo, sin otras señas, y andaba (la moza)
algo olvidada de su familia de año y medio a aquella parte. Luego irían a dar
«las gracias al tabernero influyente que tan bien les había servido por la
mañana, y hasta suministrado los informes necesarios para rastrear el paradero
de Juana Cornejo, no tan a la vista como su padre pensaba. Hecho esto, si era
posible, comprarían algunas baratijas que necesitaba Pachín y le regalaba su
madre para ornamentación de su persona; verían la Catedral, si estaba
abierta... y, en fin, irían aprovechando, para sus ya escasos negocios, y
entretenimiento y, recreación de sus espíritus, las sobrantes horas del día y
las primeras de la noche, minuto a minuto e instante por instante, como si
fueran los últimos de la vida.
El huésped
consabido de la posada y comensal de ellos en la mesa, y que parecía una buena
persona, les convidó a café después de la comida; agasajo que no aceptó Pachín
sin la condición de que el otro aceptara el obsequio de un puro de diez
céntimos y una copita de Ojén. Con este motivo se prolongó la sobremesa algo
más de lo calculado; y cuando el hijo y la madre se vieron en el portal de la
posada y se despidieron del comensal, que se largó con rumbo opuesto al que
ellos iban a seguir, oyeron que daba las dos el reló de la Catedral.
Afortunadamente había tiempo para todo, y no se apuraron gran cosa por el
desperdiciado en el comedor.
Por sentar
Pachín los pies en la acera, comenzó el diablejo de su meollo a darle que
hacer. ¡Ni en aquellas horas críticas sosegaba el arrastrado! Al contrario,
cuanto más se iba aproximando el instante de la despedida final del pobre
muchacho, con mayor ahínco le sentía trabajar en su cabeza.
-Mira,
Pachín González -le dijo entonces-, y fíjate bien en la calle por donde vas:
qué angosta, qué vieja es; qué sombría, qué silenciosa y qué solitaria está,
como todas las que arrancan de ella a uno y a otro lado; compáralas con lo que
has visto esta mañana, henchido de gentes, de cosas y de ruidos. Pues esto es
la muerte de algo que fue; aquello, la vida robusta y poderosa de lo que viene:
lo uno es la sombra, el frío de la vejez con hambre; lo otro, la luz, el calor
ardiente y vivificador de la riqueza. ¡Qué diferencia tan grande, eh? Pues
atente al nuevo ejemplo, Pachín González, y no te llames a engaño mañana u otro
día, que bien avisado estás.
Andando y
pensando así el hijo y siguiéndole la madre, sabe Dios con qué pensamientos,
porque los tenía de todos colores la pobre mujer, pasaron de la zona antigua a
la moderna, donde hasta el sol se complacía en ser más esplendente y lo bañaba
todo por igual con sus rayos de oro, tan deseados y apenas vistos entre las
angosturas del barrio fósil. Hasta las gentes parecían otras allí, más
diligentes, más expresivas, más locuaces. Esto ya lo había notado Pachín por la
mañana al verlas caminar en todas direcciones; pero le llamó bastante la
atención que la actividad de por la tarde, sin ser menor que la de la mañana,
se manifestaba en una forma muy distinta: casi todas las personas que iban a
mucho andar, seguían una misma dirección, la de los muelles de Maliaño. ¿Por
qué? Y ¿por qué cuanto más acentuaban éstas el andar, mayor era el número de
las que arrastraban consigo de las otras? Era como una corriente central que
iba absorbiendo poco a poco los remansos adyacentes. Pero ¿a qué fuerza de
atracción obedecía todo aquel extraño movimiento? ¿A dónde iba aquella gente
tan apresurada y afanosa?
Un
raquerillo desarrapado que pasó corriendo junto a Pachín, aclaró las dudas de
éste, respondiendo a grito pelado, y sin detenerse, a otro camarada que le
había interrogado desde lejos:
-¡A ver un
vapor que se quema atracao al tercer muelle!
-¡El vapor
de esta mañana! -dijo Pachín a su madre, que se quedó en una pieza.
¡Bien
enterado estaba el hombre de la posada en materias de apagar incendios en los
vapores!
Sin
cruzarse una palabra entre la madre y el hijo, continuaron ambos andando, o
mejor dicho, dejándose conducir como dos burbujas más en el centro de la
corriente. Así llegaron a dar vista a la gran explanada donde se esparcía la
muchedumbre de curiosos, sobre cuya masa, y por la línea borrosa que ésta
dibujaba hacia el Sur, se elevaba una columna de humo negro con toques de
llamaradas rojas, que recordaba a Pachín el calero de la sierra de su lugar
cuando le encendía, bien a menudo, una cuadrilla de tejeros asturianos. Al
revés de lo que se observaba en los demás, la madre y el hijo acortaban el paso
a medida que se aproximaban al lugar del suceso. Les imponía mucho aquel
espectáculo tan nuevo para ellos, sin contar con que, como buenos aldeanos,
eran tímidos y recelosos. Anduvieron de este modo un buen trecho, palpando el
terreno con los pies, mirando cautelosamente en derredor y buscando siempre los
espacios más abiertos y desembarazados. Pachín dirigía los rumbos, y le seguía
su madre maquinalmente y como cosida a sus ropas. Así llegaron hasta las filas
más avanzadas, oyendo desde allí bien claramente el siniestro resollar de la
hoguera formidable, pero sin ver lo que el mozuelo deseaba por los momentáneos
e intermitentes resquicios de la muralla de gente que tenía delante. Estas
dificultades avivaron más sus deseos: cogió con su diestra una mano, que
temblaba, de su madre, y sin apresuramientos ni violencias, se la llevó
consigo, y no paró de maniobrar y de entretejerse hasta que se halló con ella
delante de la primera fila de espectadores y pudo contemplar el cuadro sin
estorbos. Pero como en Pachín González hasta la curiosidad era metódica, en vez
de saciarla de un golpe y atropelladamente, como los glotones el hambre, quiso
proceder con orden, y comenzó por averiguar, ante todo, qué barco era el que se
quemaba. Cabalmente lo podía leer con suma facilidad en el tablero de popa;
allí estaba su nombre estampado en letras de oro: Cabo Machichaco.
Y el vapor era grande. Por uno y otro lado del muelle a que estaba arrimado,
sobresalía un tercio del casco; y aunque era baja la marea, la cubierta del
buque levantaba más que el tablero del muelle, enfrente del cual había un buen
espacio despejado por la Guardia civil y la policía. La quema estaba
entre el palo delantero y la máquina. Por aquella escotilla, por aquel ancho
agujero, salían rugientes las llamaradas entre apretadas columnas de humo
denegrido y espeso. Imponía mirarlo y oírlo.
No podía
explicarse Pachín las razones de qué había nacido la ocurrencia de tener un
barco en aquellas condiciones arrimado a unos muelles de maderas embreadas y
tan cercanos a la población. Pero ¡qué sabía el pobre aldeanuco de esas cosas?
Cuando así se había hecho, bien hecho estaría. Por de pronto, las medidas que
se tomaban para combatir el incendio, no dejaban de ser una excusa muy
atendible: en lo más apartado y solo de la bahía, no hubiera sido fácil luchar
contra el fuego como se estaba luchando allí desde tierra y desde el barco
mismo, con todos los recursos de que se podía disponer, dentro y fuera, y una
voluntad y una valentía que a Pachín le tenían entusiasmado. Bomberos, marinos,
paisanos de todos pelajes... de todo había en aquella legión de trabajadores, y
nadie economizaba las fuerzas ni esquivaba los peligros: el agua caía a chorros
en las bodegas incendiadas, y por todos los portillos de su obra muerta
entraban y salían hormigueros de hombres bien organizados que ponían a salvo
del incendio, sobre el muelle, cuanto podía cargarse al hombro o sacarse entre
las manos, de las cámaras del vapor: libros, cajas, muebles, ropas, aparatos
náuticos, papeles y mil cosas más, cuyo destino desconocía Pachín González en
su ignorancia de aldeano de tierra adentro. Por eso prestaba suma atención a lo
que se hablaba a su lado; y cuando de este modo no salía de sus dudas, se
atrevía a preguntárselo a algún colateral, que nunca le negaba la respuesta.
Así supo que unas cuantas personas que estaban agrupadas sobre el muelle y muy
cerca del vapor, eran el gobernador civil, y los ingenieros del puerto, y el
comandante general, y el coronel de las fuerzas que prestaban servicio afuera
con la Guardia civil, cuyo jefe estaba allí también, y el de Marina, y el
alcalde... en fin, todas las autoridades de la ciudad y de su puerto; jefes y
autoridades que a lo mejor desaparecían en el barco o entre las muchedumbres,
porque en nadie había allí sosiego, ni para nadie puesto fijo ni punto de
reposo. Se cruzaban a gritos muchas veces, entre los del barco y los de afuera,
las órdenes y las respuestas; tan a gritos, que las entendía Pachín
perfectamente, y siempre parecían mayores las inquietudes en los hombres que
pudieran llamarse de casa, con relación al barco, que en los
extraños que contendían con ellos.
Entre
tanto la hoguera continuaba rugiendo y devorando, sin crecer ni menguar en la
apariencia, como si de los elementos mismos que contra ella se empleaban, se
nutriera su voracidad. Algunas veces, sin embargo, se acentuaban los mugidos
del incendio, se estremecían, alargándose, las llamaradas, y salían las
columnas de humo entre guirnaldas y ramilletes de pavesas crepitantes. No
parecía sino que andaba hozando algún monstruo en los profundos de aquel enorme
brasero. ¡Aquel brasero! Precisamente era el tema que más daba que hablar a los
curiosos inmediatos a Pachín. ¿De qué se alimentaba aquel brasero? ¿Cómo se
concebía que siendo de hierro el casco del vapor, de hierro su costillaje y
armadura, de hierro, según se decía, la mayor parte de la carga que contenía en
la bodega incendiada, llevara ya el incendio más de cuatro horas, sin la menor
señal de extinguirse, a pesar de los esfuerzos con que se le combatía?
En estas
investigaciones se andaba, cuando la hoguera dio un respingo de gigante,
arreciando hasta lo espantable sus mugidos; y coronada de humo más negro que la
pez, que se retorcía y enroscaba sobre sí propio como una monstruosa sierpe
enfurecida, se elevó en el espacio a grande altura. Fue aquello como un huracán
que barrió de gente toda la planicie, con la heroica excepción de los
imperturbables centinelas, a quienes el deber obligaba a permanecer en sus
puestos a pie firme. Todos los curiosos huyeron a la desbandada, entre los
alaridos de las mujeres y los ayes angustiosos de los niños, que rodaban por el
suelo arrollados por la muchedumbre despavorida. Porque había allí niños
también, ¡muchos niños! La tarde, por su templanza, serenidad y hermosura, tentaba
a salir de casa; y una vez en la calle, ¿qué mejor campo de recreo que los
terraplenes de Maliaño, con la golosina de un vapor ardiendo junto a ellos? Así
resultó aquel sitio como el fondo de una sima que se fue tragando poco a poco
toda la gente desocupada de la ciudad.
Pero el
fenómeno que había producido la desbandada desapareció en breves instantes;
cesaron los rugidos anormales, descendió la columna de fuego a su ordinario
nivel, y volvieron a atacarla con mayores bríos los denodados trabajadores, que
se habían quedado, en presencia del fenómeno, con el ánimo suspenso. Todo lo
cual alentó a los fugitivos y les devolvió la tranquilidad y la confianza,
fueron saliendo poco a poco de sus refugios y escondrijos, y avanzando en masas
y en hileras hasta el lugar que les atraía con una fuerza irresistible; y
cuando a él llegaron, ya estaba delante de todos Pachín González con su madre,
pálida, temblorosa y sin pulsos, que le pedía, por todos los santos y santas
del cielo, que la sacara de allí, donde no podía suceder cosa buena. Además, la
tarde iba corriendo demasiado, y no les quedaría, dentro de poco, el tiempo que
necesitaban para lo que tenían que hacer en el otro vapor, en el suyo.
A todo ello respondía Pachín con muy buenas y muy cariñosas razones; pero no
raía de allí: le tenía fascinado aquel espectáculo, y no quería perderle de
vista hasta ver en qué paraba. Cabalmente llegaba en aquel momento al costado
del vapor otro pequeñito y negro, con gente de uniforme a su bordo, y oía él
decir que eran el capitán, oficiales y parte de la tripulación del Alfonso
XIII, del vapor-correo, el de los cuatro palos, fondeado en la embocadura de
San Martín. Pues aquella gente tan marcial y tan gallarda, con la multitud de
aparatos que traía consigo, no vendría al buque incendiado a humo de pajas. Le
pidió a su madre media hora siquiera para ver los resultados que daba aquel
importante refuerzo, y no supo negársela la pobre mujer.
Desde el
momento de la dispersión tumultuosa, no había pasado uno solo sin que Pachín
oyera hablar a su lado de las causas probables de aquel inesperado e
instantáneo embravecimiento de la fogata, y de lo mismo continuaba hablándose
junto a él a la vuelta de las oleadas de dispersos. También observó que por un
buen rato después de aquel alarmante caso, hubo menos tranquilidad en los
espectadores, él inclusive. Dominaba la creencia de que había en la bodega
incendiada líquidos y materias inflamables en abundancia: latas de petróleo,
por lo menos. No podían ser de otro origen aquellas tremebundas llamaradas de
antes, cuya humera apestaba «a demonios chamuscados».
Hablándose
de esto, fue cuando llegó por primera vez en aquella tarde a los oídos de
Pachín, la palabra dinamita. ¡La dinamita! Bien sabía él lo que
era: cansado estaba de verla usar en unas canteras de su pueblo. Con un
cartucho solo de dinamita, se hacía rajas un peñasco más grande que la
Catedral. ¡Y se daba en su derredor, como noticia comprobada recientemente, la
de que en las bodegas del vapor incendiado venían centenares de cajas de
dinamita. ¡Imposible! Cuando menos, debían saberlo los de a bordo; y
sabiéndolo, ¿cómo habían tenido entrañas para dejar arrimado a la ciudad tan
espantoso peligro, pudiendo llevarle mar afuera? Era esta reflexión tan humana
y de buen sentido, que a Pachín le bastó para no dar crédito a los alarmantes
rumores, como no se le daba la muchedumbre que continuaba creciendo y
desparramándose tranquila y descuidadamente en todas direcciones, desde la
estación del ferrocarril de Solares, hasta los últimos muelles de las
escolleras.
Pero donde
estaba la mayor espesura, la gran masa de gente, era en los contornos de los
tres lados del vasto rectángulo, cuyo centro ocupaba el vapor que ardía;
rectángulo formado por el muelle longitudinal y otros dos salientes y
perpendiculares a él, y la línea exterior de embarcaciones de todas castas y
tamaños, unas fondeadas allí, y otras recién llegadas en auxilio del vapor.
De toda la
masa de espectadores, lo más curioso para Pachín era la primera fila de ellos,
sentados al borde de los tres muelles y con las piernas colgando. La mayor
parte de este apretado festón se componía de chicuelos de la hampa de la
ciudad, «chicos de la calle», sin apego al hogar (los que le tienen) y a toda
casta de disciplinas, las del maestro de escuela en particular; vagabundos
empedernidos por las intemperies y los vicios precoces, y para los cuales un
espectáculo como aquél, tan imponente y duradero, es un manantial inagotable de
regocijos, y además «de ellos» y «para ellos», que no tienen otros que los de
la vía pública, y de balde. Agitando las desnudas piernas sin cesar, parecían
éstas los flecos de una colgadura de balcón movidos por el aire; porque la
colgadura, con relación a estos adornos flotantes, la fingían bastante bien las
apretadas hileras de gente que se escalonaba detrás, levantándose sobre las
puntas de los pies o encaramada en las grúas, o en las estibas de tablones, o
sobre las pilas de grava del arrecife inmediato. En miles calculaba Pachín las
personas de que se componía esta gran muralla, coronada a trechos por las
rizosas cabecitas de los niños, alzados en hombros de sus zagalas para
ver «la quema», una vez sola y a su gusto.
Detrás de
la muralla había otra muchedumbre, pero errabunda y dispersa, con la atención
repartida entre las peripecias del incendio, las hipótesis de sus motivos y los
encantos del paseo en un lugar tan animado y a la luz esplendorosa y tibia de
la tarde otoñal más apacible que pudiera apetecerse... En suma: que por ninguno
de los términos del cuadro que dominaba Pachín desde su sitio, volviendo la
cabeza a diestro y siniestro, o empinándose sobre los pies cuando miraba hacia
atrás, veía señales de temor al denunciado y formidable enemigo; al contrario,
todo en su derredor y al alcance de su vista revelaba el más profundo descuido:
hasta las palpitaciones y respingos de la fogata, por repetirse a menudo,
habían dejado de ser temibles y empezaban a ser divertidos; al borde del
muelle, junto al vapor mismo que se quemaba, el corrillo de autoridades
departiendo con la mayor tranquilidad, y voltejeando a pocas varas del buque,
embarcaciones atestadas de gente que no hacía falta ninguna allí. Se había
visto poco antes sacar del barco varias cajas; apilarlas una por una y con gran
tiento en el sitio más despejado del tablero; llegar después un carro de
bueyes, cargar las cajas en él y llevarlas así, pero con mucho cuidado y
custodiadas por dos policías, en dirección a las afueras de la ciudad; y, por
último, había corrido la voz de que aquellas cajas eran la única dinamita
que conducía el barco en sus bodegas.
-Todos
teníamos un poco de razón -se dijo entonces Pachín, como se dijeron cientos,
miles de personas tan interesadas como él en aquel delicado particular.
-Había un poco de dinamita: se ha sacado, y en paz.
De esta
sesuda reflexión había nacido la tranquilidad absoluta en que descansaban hasta
los más recelosos; y en medio de ella continuó el incendio largo, larguísimo
rato, dando que mirar a los incansables espectadores, y mucho, muchísimo que
hacer a los que llevaban horas y horas combatiéndole sin fruto y sin descanso.
La pobre
viuda aldeana, cuyos terrores habían ido trocándose poco a poco en indiferencia
y después en cansancio, no sabía ya sobre qué pie sostenerse, y eso que se
apuntalaba con el paraguas; y volvía a pedir por Dios a su hijo que la sacara
de allí: aquello no llevaba trazas de rematarse ni de pasar a mayores;
ella no podía ya con el cuerpo; habían dado las cuatro en el reló de la
Catedral, y se iba acabando la tarde sin hacer los dos lo que tenían que hacer
en el su barco, que era urgente y de importancia.
-La pura
verdad, la pura verdad, -respondía Pachín a su madre, pero sin moverse del
sitio ni apartar los ojos del incendio, en cuyo derredor, lo mismo que sobre el
puente y en los portillos de la obra muerta, acababa de notarse un desusado
movimiento entre las personas que allí mandaban y servían.
Al cabo,
también esto perdió el interés por lo continuo y duradero; llegó a cansarse de
veras Pachín, y dijo de pronto a la entumecida y buena mujer, precisamente en
el instante en que el reló de la Catedral daba las cuatro y media:
-Vámonos,
madre, y antes con antes, al nuestro barco, porque lo de éste ya dio de sí todo
lo que tenía que dar.
Dicho
esto, cogió de un brazo a su madre, y sin soltarla, abrió brecha en el muro de
gente por el intersticio más próximo, y pasó a la otra parte, desde la cual, y
no bien puso los pies en ella, oyó un golpeteo, como de grandes martillazos
sobre láminas de hierro. Detúvose a recoger unos rumores que venían de hacia el
sitio mismo que él había abandonado, y averiguó por ellos que se intentaba,
como último y supremo recurso adoptado por los hombres que lo entendían, abrir
un boquete en el casco del vapor para echarle a pique y apagar el incendio de
un solo golpe.
-Hay que
ver eso, madre -dijo entonces Pachín-, porque ha de ser cosa de verse y de poca
espera.
Arguyole
en contra su madre, y hasta duramente; pero no le convenció. Lejos de ello, sin
soltarla de la mano ni replicar una palabra, intentó atravesar de nuevo el muro
de gente para volver a la primera fila; pero hallándola demasiado compacta y
resistente, desistió de su empeño; volvió entonces los ojos en derredor,
descubrió una estiba de maderos que tenía plazas desocupadas,
corrió hacia allá, ocupó una de ellas y brindó con otra a su madre, que
prefirió quedarse abajo, de pie y refunfuñando.
Desde
aquel pedestal dominaba Pachín el espectáculo a todo su gusto, porque sin el
menor esfuerzo veía, no solamente el barco, sino la muchedumbre que llenaba el
escenario vastísimo de aquel drama que parecía no tener fin, como la paciencia
de sus espectadores, en los cuales crecía la curiosidad a medida que
continuaban los martillazos en el vapor, cuya sumersión se aguardaba de un
instante a otro. Pero pasaban los minutos, y el barco no se iba a pique, y
hasta se amortiguaba el martilleo, del que llegó a parecer un eco el tintinar
de la campana de un tren de pasajeros que arrancaba lentamente de la estación
de Solares.
Con estas
dilaciones y con acreditarse el rumor de que se había abandonado el intento de
echar el barco a pique, se le acabó al fin la paciencia a Pachín González;
enderezose de pronto como si le hubieran dado el impulso las campanadas del
tren, que ya sonaban a su espalda; bajó el primer escalón de la tosca gradería,
y dijo mientras se disponía a dar un brinco para saltar de una vez:
-Tenía
usté razón, madre: esto no se acaba. Vám...
Lo que
cortó la palabra en la boca de Pachín, y la respiración en sus pulmones, y
hasta el circular de la sangre en sus arterias, no tiene nombre en ninguna
lengua conocida. En la pobre fantasía de los hombres no hay término de
comparación para el sonar de aquellos dos estallidos, casi simultáneos; para
aquel cráter horrible que se abrió con ellos; para aquella inmensa columna de
fuego que se elevó al espacio y en cuya cima humeante flotaban, entre
denegridas espirales, cuerpos humanos; para aquella infernal metralla de
candentes y retorcidos hierros que vomitaron los senos del vapor entre infectas
oleadas de cieno del fondo de la mar, sobre las apiñadas, desprevenidas e
indefensas multitudes; para el color extraño de aquella luz que se enseñoreó
del aire, empañando la del sol que corría a precipitarse en el ocaso como si
huyera de alumbrar tantos desastres acumulados en tan reducido lugar y en tan
breve tiempo.
De nada de
ello se dio Pachín cuenta cabal. Se sintió de pronto como invadido de una
pesadilla, y soñó que salía volando de la pila de maderos, y que, volando a
flor de tierra, con velocidad y fuerza prodigiosas, iba arrollando con su
propio cuerpo, pero sin tocar en ellas, masas de gentes que se inclinaban y
caían a su paso, como al del vendaval enfurecido los verdes maizales en las
mieses de su aldea.
Al
despertar de aquel sueño, o lo que fuera, no supo explicarse por qué estaba él
tendido a la larga entre un carro hecho astillas y un caballejo perniquebrado y
espirante. Le faltaba casi en absoluto la memoria: no conservaba en ella otro
recuerdo que el de un «tronido» muy fuerte y el de una llamarada tremebunda.
¿Cuánto tiempo llevaba en aquel sitio y de aquel modo? ¿Un minuto, una hora,
meses, años? ¿Había nacido allí mismo y para aquello solo? Sentía gran
quebranto en su cuerpo, dolor agudo en algunas coyunturas, y escozor vivo en el
cogote. Maquinalmente, y no sin dificultades, se incorporó, y también
maquinalmente se llevó las manos a la cabeza, porque en su nueva postura se le
desvanecía algo. Al retirarlas después, las vio teñidas de sangre, y había
también un charco de ella a su lado, charco que se alimentaba con la del
perniquebrado caballejo que espiraba entre convulsiones y quejidos. Al
enterarse de ello Pachín, descubrió su vista azorada, un poco más allá del
caballo, un hombre tendido en el suelo, con la boca contraída y muy abierta,
los ojos encandilados, y ceniciento el color de la faz; tenía un brazo de menos
y una pierna destrozada. Esta visión produjo en el pobre chico un sacudimiento
feroz, instantáneo; quiso huir de allí, por instintivo terror, y para suplir la
agilidad que le faltaba y levantarse pronto, se agarró con la diestra mano a
una de las curvas espirales de una larga pieza de hierro que había entre él y
las astillas del carro; pero no bien lo hubo hecho, cuando lanzó un grito de dolor,
retirando la mano y levantándose de un brinco por su propio esfuerzo. Aquel
hierro abrasaba.
Sin
apartar aún su vista del reducido espacio en que tan extrañas cosas le rodeaban
y sucedían, puso y clavó toda su atención en ellas, porque notaba que iba
despertándosele en las regiones de la inteligencia algo que estuvo dormido poco
antes, y quería darse exacta cuenta de lo que le estaba pasando. Aquel hombre y
aquel caballo, muertos, y no sólo muertos, sino destrozados; el carro hecho
astillas junto a un hierro candente y retorcido; entre él y el carro y los
cadáveres y el hierro caprichoso, sembrado el suelo de las cosas más raras e
inconexas: clavos de herradura, fundas de cartuchos de fusil...; aquel
recuerdo, único de su memoria: el «tronido» y la llamarada... Asociando estas
ideas y eslabonándolas bien unas en otras, Pachín llegó a preguntarse, haciendo
hincapié en la más luminosa y firme: «¿qué hacía yo cuando sentí el tronido ese
y vi la llamarada?». Y sin gran esfuerzo de su retentiva, consiguió
responderse, adquiriendo una idea más y trabándola en la cadena de las otras:
«ver un vapor que se estaba quemando». Con este recuerdo solo se abrieron de
par en par las puertas de su memoria, y se le fueron despertando en el cerebro,
una por una, todas las dormidas ideas: las peripecias del incendio, las
muchedumbres de curiosos, los rumores alarmantes esparcidos entre ellos, los
sitios que él ocupó... Y de ésta, de ésta nació la otra idea, la idea terrible,
la que le dejó frío y sin alientos, como le había dejado el estallido del
vapor: la idea de su madre que le acompañaba entonces. ¿Por qué no estaba ya a
su lado? ¿A dónde había ido a parar? ¿Qué habría sido de ella? ¿Qué fuerza los
separó al pie de la estiba de maderos donde habían estado juntos los dos?
¿Viviría, por milagro del cielo, como él vivía? ¿Habría sido muerta, destrozada
quizás, como aquel otro desdichado?... Y el infeliz temblaba de pies a cabeza;
se golpeaba el cuerpo con los puños cerrados; sentía un hormigueo punzante y
frío debajo de la piel, que le volvía loco de inquietud, y como un loco gritaba
revolviendo en torno suyo los ojos desencajados: «¡Madre!... ¡Madre!... ¡Madre
mía de mi alma!» Quería correr en su busca; pero no sabía en qué dirección, al
tender la mirada codiciosa por la vasta llanura que poco antes había visto él
colmada, repleta, de gentes vivas y regocijadas, y que ahora... ¡Dios santo!
¡Dios de las grandes misericordias!... ¡qué espantoso le pareció todo aquello
que veía! Como si hubieran pasado huracanes y terremotos por allí, todo era
campo de desolación y muerte, ruinas, escombros y cadáveres entre el silencio y
la inmovilidad imponentes de los grandes desastres consumados. Cuanto quedó con
vida y movimiento al consumarse aquél, había huido muy lejos con el espanto en
el alma y la angustia en el corazón... Pero algo vivía aún en aquella región
del exterminio inclemente y bárbaro; algo puesto allí como de intento para dar
al cuadro una nueva tinta de horror; algo que rebullía sobre la tierra aquí y
allá, y cuyos debían ser los ayes de agonía que llegaban a los oídos de Pachín,
como si el aire se los fingiera para recordarle el martirio de su madre.
Él parecía
ser el único vivo y sano en aquella región de muertos insepultos; él, Pachín
González, el mísero aldeanuco recién llegado a la ciudad, forastero y pobre en
ella, desconocido de todos los supervivientes de la gran catástrofe. ¿A dónde y
hacia quién volver los ojos para pedir ayuda o consejo en el amargo trance en
que se hallaba?...
¿Quién
oiría en aquel negro páramo sus lamentos? ¿Quién daría valor a su desventura
sin ejemplo, delante de tan enorme cúmulo de ellas?... ¡Jamás hubiera creído
que podían llegar a extremos tales la soledad y el desamparo de un hombre sobre
la tierra!...
Y el pobre
muchacho comenzó a llorar de pesadumbre... y de miedo. Pero el amor de hijo,
sobreponiéndose en él a todo, le devolvió la energía de su espíritu, hasta con
dobladas fuerzas; y, sin enjugarse las lágrimas, se lanzó a la empresa con una
decisión que rayaba en lo desesperado.
La extraña
«cosa» que le había llevado a él en volandas desde la estiba de maderos al
sitio en que acababa de despertar, debió de llevar a su madre de igual modo y
en la misma o muy aproximada dirección, puesto que juntos estaban los dos
entonces, aunque un poco más en alto él que ella... Pues a buscar, primero, por
allí, en derredor suyo y del hombre muerto cuya visión le aterraba... Y a
buscar se puso, con la avidez y el espanto en los ojos; y vio más hierros, a
modo de grandes carriles retorcidos y enroscados; masas informes, como de cubos
metálicos fundidos unos con otros; más clavos de herradura y más cartuchos
vacíos... ¡jirones de prendas de vestir, ensangrentados y humeantes!... Más
allá unos edificios cerrados que parecían grandes almacenes, con los aleros
quebrantados y los cristales hechos añicos; debajo, en la calle, más hierros
enroscados, y más cubos fundidos, y cascos de maquinaria... En la misma calle,
hacia la derecha, un tren detenido y sin gente... el de las campanadas, no
podía ser otro, con el resuello fatigoso y extenuado, los coches contundidos
por la metralla del volcán, uno de ellos con las portezuelas desvencijadas, y
dentro... ¡la muerte también!... Huyó de allí, en dirección contraria, hacia la
izquierda... Un grupo de árboles entecos y con el ramaje desgarrado. En la
plazuela que formaban, otra vez los hierros, pero revueltos y enmarañados, como
una lucha de sierpes infernales; y entre los montones, recias planchas, de
hierro también, reviradas, contraídas, dos de ellas de canto y prestándose
mutuo sostén, y detrás un cuerpo... un cuerpo de mujer vestida de obscuro, casi
negro, y boca abajo. Pisando de puntillas, lívido de terror, con un brazo
trémulo extendido y mirando sin ver, se atrevió Pachín a llegar hasta el
cadáver; se bajó, cerró los ojos, y a tientas y con las manos crispadas y sin
sangre, le levantó la cabeza cuya cara quería reconocer... Lo que le pidió el
mísero a Dios en aquellos supremos instantes, ni él mismo lo supo: ¡tan
contrapuesto y complicado era!... Haciendo después un esfuerzo de voluntad
sobrehumano, abrió los ojos para ver la cara... No la tenía aquel cadáver. Lo
que había sido cara, tal vez hermosa, era una masa de carne macerada y
sanguinolenta y de huesos triturados. Pachín lanzó de lo más hondo de su pecho
un rugido de espanto; dejó caer de sus manos la mutilada cabeza, y se incorporó
de un salto frenético. ¡Virgen María! si aquello era su madre, valiérale más no
haberla hallado. La vehemencia misma del deseo de haberse equivocado, le movió
a hacer otros y más detenidos reconocimientos; y entonces se convenció de que
ni el corte, ni el color, ni la calidad de los vestidos de la muerta, eran
señales de lo que él buscaba.
Más
tranquilo ya, es decir, menos aterrorizado, pero con las mismas angustias en el
alma, quiso, para orientarse mejor y metodizar un poco su trabajo, averiguar
dónde estaba la pila de maderos desde la cual había volado él... Al tender la
vista para buscarla, observó que al otro extremo, hacia lo más ancho de la
llanura, había seres humanos, de pie, vivos y moviéndose entre los obstáculos
del suelo, y que otros muchos iban llegando apresuradamente de hacia la
ciudad... ¿De dónde y cuándo habían venido los primeros? ¿Eran resucitados,
como él? ¿Qué más le daba? Los unos y los otros eran hombres vivos: no era ya
todo muerte en aquel fúnebre escenario, y el amor y la caridad comenzaban a
habitarle. Esto le consoló algo, porque ya no se veía solo y desamparado, y se
sintió más fuerte y valeroso para continuar su triste faena.
No tardó
mucho en hallar la estiba de maderos que buscaba; pero sí en llegar hasta ella,
porque, aunque el camino era corto, no había en él un palmo de terreno sin los
hierros de siempre o charcos de sangre humana. Con esfuerzos heroicos de su
espíritu llegó al fin a la pila; recorrió todo su perímetro, y nada halló de lo
que andaba buscando, ni de cosa parecida.
-Aquí
mismo estaba mi madre... y yo allí -se dijo apuntando sucesivamente a un sitio
al pie de la estiba y a otro de una de sus gradas...
En seguida
trepó a ella para estimar con acierto el camino que él había
llevado por el aire, y la dirección del impulso, o de la «cosa» que le había
arrebatado y pudo y debió arrebatar a su madre también. Enterado de lo primero,
buscó, sin moverse de allí, el vapor funesto; y como no le vislumbraba, se orientó
por el muelle a que había estado arrimado. Al fin, distinguió sus restos: un
palo muy caído hacia atrás, con un guiñapo sucio en la punta, y el puente y el
castillo de popa sobresaliendo del agua. El muelle, dislocado en partes y en
partes ardiendo; y sobre el otro muelle que corría a derecha e izquierda, y
sobre el arrecife inmediato, en cuanto alcanzaba la vista, un sedimento negro y
reluciente como el fondo de una poza recién agotada; sobre este tizne
asqueroso, más despojos de la catástrofe horrible, más cadáveres, y carros
desvencijados y yuntas mutiladas junto a ellos... Pachín se quedó espantado.
¿Era todo aquello obra de Lucifer, que se hubiera complacido en vomitar tantos
horrores entre el légamo de las charcas infectas de sus cavernas infernales? Y
si no era obra de tales manos, ¿de qué otras podía serlo? De la dinamita, de
aquellos centenares de cajas de ello de que tanto se había
hablado cuando se quemaba el vapor: eso no podía dudarse; pero ¿qué más daba?
Sin el mal espíritu que había cegado a los que lo sabían y ensordecido a los
que lo sospechaban, ¿cómo hubiera sucedido aquello?... Si cuando su madre, una
vez, dos veces, tres veces... le pedía por caridad... ¡Oh! ¡qué sordo, qué
necio, qué mal hijo fue y qué mal cristiano, desoyendo los avisos que Dios le
enviaba por la boca de la santa mujer... Pensó perder el juicio con el punzante
dolor de estos remordimientos, y se arrojó de la estiba gritando desconsolado:
-¡Madre
mía... madre de mi alma! ¡Dónde estás? ¡Viva o muerta, yo necesito... yo quiero
hallarte!
Y corría
de un lado para otro, con la vista desencajada y las manos en la cabeza,
ensangrentada y desnuda.
Aunque
tenía el racional convencimiento de que lo que iba buscando no podía hallarse
más que en una dirección, el desventurado Pachín quería rebuscar en todas; y en
todas rastreaba y corría, saltando laberintos de escombros y charcos de sangre,
y miembros mutilados, y prendas de vestir con despojos palpitantes, y cadáveres
de hombres. Nada le imponía ya en materia de horrores, y sobre todo pasaba
insensible, más que insensible, loco, si no era prenda o miembro que pudo
pertenecer a su madre. Así entró en la zona del fango negro, cuya fetidez dio a
sus sentidos la nota repulsiva que le faltaba al cuadro. Allí todo era negro,
hasta los cadáveres.
Sobre uno
que lo parecía, se inclinaba, hundidas las rodillas en el cieno, un sacerdote
con los talares mojados y ensangrentada la faz descolorida; le exhortaba a bien
morir, y le absolvía, en nombre de Dios, de todos sus pecados, redimidos con el
dolor de su martirio cruento. Pachín se quedó absorto, mudo, poseído de
estupor, delante de aquella escena imponente; y por un impulso irresistible de
su alma fervorosa, cayó arrodillado y rezó por la de aquel hombre, que espiró
con un estremecimiento.
-¡Señor,
señor! -se atrevió entonces, acordándose de su madre, a preguntar al sacerdote,
que empezaba a incorporarse a duras penas-: ¿qué es esto, que jamás se vio en
el mundo? ¿qué ha pasado por aquí?
-La ira de
Dios, hijo mío -le respondió el cura limpiándose con un pañuelo de percal la
sangre del rostro que le fluía de la cabeza.
Y se fue,
recogiendo los talares embarrados y andando trabajosamente, en busca de otro
moribundo a quien auxiliar.
Pachín iba
a lanzarse de nuevo a sus interrumpidas faenas en aquel piélago nauseabundo,
cuando oyó gritos y lamentos hacia la mar y como en la dirección del barco
sumergido: le parecían gritos y lamentos de mujer, y, por tanto, de su madre.
No era racional que hubiera ido a parar hacia aquel lado, sino hacia el
opuesto, al ocurrir la explosión; pero ¿qué contrasentido no era posible en un
tan espantoso desquiciamiento de toda ley natural? Había que verlo todo y
registrarlo todo, y allá se fue, entrando hasta las corvas por la charca negra,
y volviendo a saltar, acelerado y anheloso, por encima de hierros, cadáveres y
moribundos.
Cerca del
vapor sumergido voltejeaban botes y lanchas tripulados por gentes caritativas
que recogían náufragos que gastaban las últimas fuerzas en sobrenadar unos
instantes más, o agarrarse a los pilotes del muelle, o adherirse como lapas a
los peñascos de las escolleras debajo de los tableros. De hacia allí procedían
los gritos; mas no de los infelices amparados de aquel modo, que ni para gritar
tenían ya alientos, sino de los que, como Pachín, buscaban algo que no parecía,
y lo buscaban desde lo alto de los muelles, porque por allí debía de estar,
según sus cálculos, muerto o vivo. Lo vivo era bien escaso, por desdicha; lo
muerto... ¡qué manera de buscarlo! Una de las lanchas iba provista de garfios
al extremo de una cuerda: se arrojaban los garfios al fondo, bogaban los
remeros para que tirando de la cuerda se pudiera rastrear en él; y cuando
trababan sus hierros algo, se detenía la lancha, se halaba poco a
poco de la cuerda, y surgía, al fin, a la superficie, un cadáver... o pedazos
de cadáveres, que embarcaban en la lancha los remeros silenciosos. Y nunca
salía lo que esperaban los desdichados de tierra, de cuyos pechos brotaban en
cada hallazgo los alaridos de dolor que habían apartado a Pachín de sus
investigaciones.
Cuando
trató de volver a ellas, porque nada esperaba de las que allí se hacían, reparó
que estaba a su lado un chicuelo con la escasa y fementida ropa goteando y
pegada al cuerpo; el cual granuja, mirándole fijamente, le dijo sin más ni más:
-Lo que
pasó ahí, en la mesma canal, y se tragó tanta gente... Lo vi desde aquel
muelle, el del Ferrocarril: yo estaba asentao en el mesmo carel. ¡Dios, qué
cosa!... Había contra el casco del vapor muchas embarcaciones, y la lancha fina
de las Obras del Puerto, y el Auxiliar de los correos con toa
la gente del Alfonso XIII... ¡Mucha gente Dios!... y buena y bien
prencipal, y con bien de galones y bordaos: hasta el comendante de Marina y el
ingeniero de las Obras... ¡y muchos, vamos!... De repente, ¡pliinn!...
¡plaann!... ¡Me valga! y al mesmo tiempo, el agua de esa mar, ¡arriba,
con basa y too! y abajo, el suelo de la canal, limpio como la
palma de esta mano; y en ese suelo... ¡Dios!... rocimos de
hombres... enteros o descuartizaos... Y en menos de un decir «Jesús» to ello...
Porque hazte tú el cargo: la mesma oleá que dejó en seco la canal, me sacó a mí
por la otra banda del muelle, como sacó a otros muchos que fueron conmigo por
el aire. No sé qué habrá sido de los más, por que puede que no fueran tan sanos
como yo iba cuando chaplemos. ¡Dios, qué cole! ¡y las cosas que
había en el agua cuando salí a flote!... Dispués, anadé, anadé, hasta el
paredón; por él me subí... y de eso vengo... ahora mesmo. ¡Me
valga!... ¡lo que se alcuentra en el camino!... ¡Pero como esto de la canal!...
¡Dios!...
-Y dime
-le preguntó Pachín, que le escuchaba electrizado-, en esos racimos de la
canal, ¿viste una mujer aldeana, vestida de negro, con un paraguas en la mano?
-No diré
que la viera -respondió el granuja muy serio y echando las manos atrás-. Pero
¿te piensas tú que daba el tiempo pa tanto?... Por las trazas, buscas algo de
esas señas. Cuando viva, ¿estaba aquí esa mujer?
-Pues
cacia ese lao debes buscar... lo que quede de ella.
Con esto
se fue el granuja a ver más de cerca las tristes maniobras que se hacían en las
lanchas, y se volvió Pachín al otro mar, al de cieno, para continuar en él sus
interrumpidas exploraciones.
¡Pobre
muchacho! ¡Lo que él anduvo!...
¡Lo que él indagó! ¡Las ansias desesperadas con que, no fiándose ya de su propia iniciativa, se unía a los grupos que buscaban heridos para socorrerlos, y se adelantaba a todos cuando la víctima era una mujer! ¡El terror santo con que recogía del suelo cada despojo, cada jirón de vestido, cada mechón de cabellos, que pudiera haber pertenecido a su madre! ¡El valor, la vida, las fuerzas que gastaba en este empeño sobrehumano, en la bárbara lucha de sus deseos voraces de encontrar lo que buscaba, con el temor horrible de hallarlo entre los muertos! Para hacer las primeras armas en las luchas de las contrariedades de la vida su corazón de niño, ¡un campo de batalla como aquél! Ni cálculos risueños, ni ideas consoladoras cabían allí, ni siquiera la consideración de que, estando vivo él, podía estarlo igualmente su madre, por lo mismo que no la hallaba ni entre los muertos ni entre los moribundos; porque la clasificación en vivos, muertos y moribundos, no era bastante para aquel cuadro excepcional: necesitaba otra casilla para el renglón de los despedazados, cuyos eran los despojos, las entrañas, los miembros que Pachín hallaba dispersos, sembrados por toda la extensión de la llanura entre las pilas de los escombros o revueltos con el fango negro de las escolleras. ¡Y si de las víctimas de este renglón era su madre!...
Sin
embargo, llegó a ver el desdichado una chispa de luz en medio de tan densa
obscuridad: oyó decir que en los primeros momentos después de la explosión,
habían sido llevados muchos heridos leves, o que lo parecían, a la casa de
socorro. ¿Por qué no había de ser su madre uno de esos heridos? Pues a la casa
de socorro sin parar. ¿Dónde estaba esa casa? ¿por dónde se iba? Él lo
averiguaría preguntando, sino la descubría por el rastro sangriento de los
infelices que iban acudiendo a ella.
Cuando
salió de Maliaño en dirección a la ciudad, empezaba el crepúsculo de la tarde,
plácido, tranquilo, sonriente, como si nada hubiera pasado en la tierra; como
si uno de sus pedazos más hermosos y florecientes, no estuviera cubierto de
luto y llorando sobre el estrago sangriento de una de las mayores catástrofes
que registran los anales del mundo; y a la luz débil de aquellas horas, iba
adquiriendo esplendor y señorío la del incendio de los muelles de madera, que
continuaba propagándose, y se erguía resplandeciente la de otro que comenzaba
en las alturas de la gran cortina de edificios que servía de fondo, por el
Norte, al escenario siniestro del espantoso drama.
Al abocar
Pachín a la amplia calle por donde había de internarse en la ciudad, no pudo
menos de comparar lo que iba viendo con lo que había visto tres horas antes.
Entonces, hervor de gentes afanosas, contentas y engalanadas; los edificios
bañados en sol, abiertos todos sus claros a la saludable alegría de la
espléndida tarde; rumores de vida, cánticos del goce soberano de ella;
esperanzas, ambiciones y amor logrados y satisfechos; la expresión externa, en
fin, de la salud robusta de un pueblo venturoso que vive de su trabajo y va en
próspera fortuna. Ahora, rostros macilentos; grupos de gentes consternadas que
ni se mueven, ni hablan ni se miran; puertas entreabiertas o desvencijadas y
fuera de sus quicios; muros y aleros quebrantados; el suelo cubierto de
escombros, de polvo de cristales y de aquellos hierros malditos, metralla de
Lucifer y segures de tantas vidas; los ayes angustiosos del herido que pasa en
brazos de la caridad; los gritos desgarradores de la madre que va en busca de
su hijo, o del hijo que vuelve sin haber hallado a su padre, y la desconfianza,
el terror, la pena en las caras de los menos desventurados.
Contristábale
tanto aquel espectáculo como el que dejaba atrás, y andaba, andaba, sorteando
los grandes estorbos del camino... hasta que dio con uno que le llenó de
espanto.., ¡a él, que acababa de ver tantas cosas espantables! Era una mujer
tendida en el suelo, cerca de la Pescadería, cuyos puestos estaban solos y
abandonados. Aquella mujer era ya cadáver rígido; pero cadáver como él no había
visto otro. Los había visto sin miembros, con la cabeza sin cara, con el tronco
sin cabeza, deshechos materialmente; pero no laminados, como el que
tenía delante, cerca de un bloque de hierro, que bien pudo ser el laminador...
Cerró los ojos para no volver a verlo, y huyó por la ancha plaza en dirección a
la Ribera.
Allí, lo
mismo que lo que iba quedando a su espalda: igual aspecto, igual estrago en los
edificios; los mismos grupos inmóviles, silenciosos y consternados; iguales o
parecidos escombros y proyectiles sobre la calle; los mismos lamentos, la misma
desolación en todo; y como detalle sorprendente que le hizo pensar en la fuerza
inconmensurable de la mina diabólica, en lo alto de la cuesta y en una de las
aceras de la calle, un ancla enorme clavada entre dos losas, debajo de un
balcón despedazado. En la plaza inmediata, los vecinos en medio de ella, en
hábitos caseros, como si hubieran abandonado precipitadamente sus viviendas
después de un terremoto y temieran su repetición.
Pachín,
aldeano, inexperto y niño, no se dejaba herir de las impresiones de estas cosas
más que por la conexión que tuvieran, a sus ojos, con las ideas que llevaba en
el cerebro y le obligaban a andar sin punto de reposo. Por eso, cada vez que
pasaba junto a un corrillo de gente, le asaltaba el mismo pensamiento: «pero,
señor, ¿no habrá entre todas estas personas alguna que conozca a mi madre por
haberla visto pasar conmigo esta mañana por aquí?». Y le entraban tentaciones
de preguntar a cada paso si habían vuelto a verla después del estampido del
vapor. Pero temiendo que no le escucharan o que se rieran de él, se limitaba a
preguntar por la casa de socorro... y así llegó a ella.
La
invadía, por todos los mezquinos claros de sus dos fachadas, una multitud medio
amotinada ya, porque eran muchos los heridos, poco el espacio interior y muy
escasos los hombres y los recursos para curar. Pachín fue mirando una por una a
todas las mujeres de la muchedumbre invasora... Ninguna de ellas era su madre.
Después se dijo: «hay que entrar, ¡y entraré aunque muera en el empeño!...». Y
entró al fin, ingiriéndose, deslizándose, forcejeando, oprimido, pisoteado y
devorando los ayes que le arrancaba cada golpe que recibía en la herida de su
cabeza... pero entró; entró, para luchar de nuevo en las angosturas de los
pasadizos y encrucijadas miserables de aquel triste asilo, oprobio, por su
pobreza y desamparo, de una ciudad cristiana y rica. Se ahogaba el infeliz en
medio de aquella otra muchedumbre prensada entre mugrientos tabiques
resquebrajados, y en una atmósfera impregnada de todas las pestilencias
imaginables y de las notas aflictivas de todos los quejidos del dolor. Ni
siquiera tenía la suficiente luz para orientarse en el menguado recinto. Pero
por todo suplía el ardor de la fiebre que le movía y le guiaba. Así logró ver
entre las tinieblas y andar a través de compactos muros de gente, y examinar
uno a uno a los sanos, y a los heridos que esperaban turno para ser curados, y
a los que curándose estaban, y a los que yacían en sillas, catres y rincones,
muertos ya o agonizando... hasta llegar a convencerse de que ni entre los
muertos ni entre los vivos de dentro ni de fuera de la casa de socorro, estaba
su madre... ¡Nada, pues, le quedaba que hacer allí!... Y ¿a dónde volver ya la
consideración en busca de una esperanza siquiera?
Ni en el
lugar horrendo, ni en aquella casa, ni en el camino intermedio había dado con
su madre, ni entre los muertos ni entre los heridos. Estas señales bien podían
serlo de que vivía; pero si vivía, seguramente habría andado buscándole a él
como él la buscaba a ella; y buscándose uno a otro de esta suerte, se hubieran
encontrado ya los dos.
Arrastrando
por estas asperezas el fatigado discurso, se le ocurrió la idea de que, herida
o contusa o buscándole a él, bien pudiera su madre haber vuelto a la posada.
Este chispazo de luz iluminó un poco su tenebrosa fantasía y reavivó las
fuerzas que iban faltándole por momentos y a medida que perdía las esperanzas.
Pensar y ejecutar eran en Pachín entonces una misma cosa. Buscó con una rápida
mirada el camino más breve y desembarazado para salir de aquellas espesuras
asfixiantes; vio cerca de él una ventana entreabierta, y por ella saltó a la
calle.
La noche,
pues ya había cerrado, límpida y serena arriba en un cielo fulgurante de
estrellas, era abajo negra, tediosa y funeraria; estaban a obscuras o a media
luz las calles, según que hubieran sido más o menos flageladas por el azote de
la tarde, y las que no desiertas en absoluto, escasamente recorridas por
transeúntes que se movían sin ruido, como los fantasmas de las pesadillas. Todo
esto doblaba las dificultades de Pachín, nada práctico en los laberintos de la
ciudad con el sol del mediodía, cuanto más entre las tinieblas de la noche, ¡y
de una noche como aquélla!; pero acertando por instinto unas veces y
preguntando otras, siempre caminaba con buen rumbo y no perdía terreno en su
afanoso andar sobre un empedrado nunca limpio de escombros de las casas
contiguas ni de la metralla homicida de la explosión.
Lo peor
era, para el infeliz, la poca fe que le animaba ya en sus exploraciones, con la
experiencia de las malogradas; pero como tenía mucha en la misericordia de
Dios, a menudo elevaba al cielo los ojos, conductores de las plegarias que
salían del fondo de su pecho. Así se confortaba un poco, y así llegó al barrio
y a la calle en que estaba su albergue provisional.
No sabía
el pobre muchacho si condolerse o alegrarse de llegar a él, porque mientras
andaba, eran tan grandes como sus deseos de triunfar en el empeño, los temores
de un nuevo desengaño. Pero más que estas vacilaciones de su espíritu, le
detenían en su marcha la obscuridad y los estorbos de la calle, y hasta la
codicia de oír algo que pudiera convenir a sus fines en el vocingleo
desacordado y clamoroso de los corrillos que encontraba al paso, y encontró uno
en cada puerta. Toda la vecindad estaba a la intemperie y medio a obscuras,
unos por miedo a la soledad del propio domicilio; otros por las ruinas y
quebrantos de los suyos; otros por saber de amigos o deudos que no volvían, y
casi todos por el ansia bien justificable de cambiar impresiones tristes y averiguar
algo más de lo ocurrido, y de lo que se pronosticaba y se temía para aquella
noche. Esto sacó en limpio el angustiado muchacho de lo que pescaba en las
conversaciones sorprendidas al pasar, y además, que aquel resplandor que se
notaba sobre la línea de edificios de la acera del Sur y era la causa de que no
fuera absoluta la obscuridad en la calle, procedía de un gran incendio, del de
otra cuyo nombre, citado en las conversaciones, le era desconocido. Pero de lo
que le interesaba verdaderamente, de lo único que le llegaba al alma y le
poseía de pies a cabeza, ni una palabra. En estas ansiedades, temblándole las
piernas y latiéndole el corazón, se acercó al corrillo que obstruía el portal
de su posada. Sin despegar los labios miró a todas las mujeres que había en él,
una de las cuales era la posadera: ninguna era su madre. Entonces se atrevió a
preguntar por ella: si estaba en casa o si había estado poco antes. Conociole
por la voz la buena mujer, que no cerraba boca ponderando estragos y dolores, y
corrió a abrazarle, declarando a gritos lastimeros que él era el único huésped
de la casa que veía desde la «reventadura» del vapor.
El mísero
Pachín, que estaba gastando en aquella prueba las últimas fuerzas que le
quedaban en el espíritu y en el cuerpo, no dio con el suyo en las piedras de la
calle, porque le recogió en sus brazos la posadera.
Proezas
de caridad hicieron con él aquellas buenas gentes, que al verle a la luz de una
vela que ardía en el portal, donde en seguida le metieron, hasta muerto
llegaron a considerarle. No era para menos el aspecto que ofrecía, con las
manos y la cara pálidas como la cera, donde no estaban manchadas de sangre o
teñidas de negro, como las ropas que le cubrían el cuerpo desmayado, después de
haberse citado allí por alguien que acababa de verlo, casos de heridos o
contusos que andando por sus pies hacia la casa de socorro desde el lugar de la
catástrofe, habían caído muertos de repente. Mas como en opinión de otro, menos
pesimista y charlatán que los demás circunstantes, quedaban en Pachín restos de
vida, cada cual subió en volandas a su piso y bajó con el remedio que más fe le
merecía en un caso como aquél: cabezas de ajo, vinagre fuerte, pencas de
romero, vino generoso. De todo ello y de mucho más se hizo uso, rápida e
inmediatamente, quitándose la vez las afanadas ministrantes
(pues lo eran sólo las mujeres, y tantas como los remedios aplicados), hasta
que con ellos, o a pesar de ellos, fue volviendo en sí poco a poco el
desmayado.
A todos y
a cada uno de los presentes miró después con gran fijeza, pero a nadie dijo una
palabra; y en el mismo silencio apartaba con las manos los remedios con que le
perseguían implacables las caritativas mujeres por las narices, por la boca,
por «el dedo del corazón» y por detrás de las orejas, hasta que estimó con el
olfato el contenido de una copa que le ponían entre los labios, y sorbió con
avidez aquel licor vivificante, que era vino generoso. Sintiéndose más
reanimado con él, probó a levantarse del escalón en que estaba sentado;
consiguiolo sin dificultad, y se negó a beber más vino que le ofrecía la vecina
triunfadora. Se consideraba ya en posesión de las fuerzas que necesitaba para
lo que se proponía; habló solamente para preguntar si durante su desmayo se
había sabido algo de su madre; dedujo una negativa de las artificiosas
respuestas que se le dieron, y se lanzó de nuevo a la calle, sin que
advertencias ni ruegos en contrario alcanzaran a detenerle un solo instante.
¿A dónde
iba el infeliz?, ¿qué planes llevaba en la cabeza? Ni él mismo lo sabía. A
buscar a su madre, a saber de su madre donde quiera que hubiera gente, muerta o
viva, o se oyeran acentos de lástima o quejidos de dolor; a todos los sitios y
lugares, menos a aquellos en que reinaran la alegría y el reposo, si es que
algo de esto quedaba a aquellas horas en los ámbitos entenebrecidos de la
castigada ciudad.
De pronto
reflexionó que estando su madre viva, y sana ya, y no habiendo ido todavía a
buscarle a la posada, era lo natural que anduviera buscándole a aquellas horas
en el lugar mismo donde él la había buscado a ella apenas resucitado.
Y hacía allá se fue sin vacilar.
Andando,
andando, por el mismo camino que los dos habían llevado por la tarde al salir
de casa, también llegó a verse, como entonces, bien acompañado de transeúntes a
medida que ensanchaban las calles que recorría y se acercaba a la desembocadura
de la más ancha de todas en el vasto recipiente. Pero entre estos transeúntes y
los de la tarde, ¡qué diferencia! Los que llevaban su mismo rumbo, ¡qué
desesperados o qué abatidos! Los que con él se cruzaban parecían el cortejo
fúnebre de los muertos o mal heridos que encontraba a cada paso, conducidos en
camillas por hombres de andar acompasado y solemne. Así llegó al término de su
viaje.
Pensaba
Pachín que ya había visto el cuadro por la tarde en su aspecto más imponente y
amedrentador; pero se convenció, al hallarse de nuevo delante de él, de que
estaba equivocado en sus juicios. El incendio de los muelles se había ido
nutriendo de la madera de los contiguos; hacia el fondo del Oeste se erguían
otros nuevos, cebados en las entrañas de grandes edificios, y el que él había
dejado naciente sobre los que cerraban la plaza por el Norte, era ya una lumbre
formidable que llevaba devorado un tercio de la hermosa cortina, y extendía sus
tentáculos de llamas destructoras sobre todo lo que quedaba enhiesto a sus
alcances.
A la luz
brillante de estas enormes hogueras, los relieves siniestros de la superficie
negra, iluminados en sus perfiles, resultaban más negros y repulsivos todavía,
por la brusquedad y fuerza del claro obscuro; y como figuras de cuadro
fantasmagórico, las personas que discurrían lentamente o maniobraban agrupadas
en toda la extensión de la llanura. Como detalle, también nuevo para Pachín, el
vecindario de la calle incendiada llorando otro infortunio más sobre la ruina
de sus ajuares arrojados por los balcones o amontonados en el arroyo, y cada
cual mirando por lo suyo, porque en aquel infausto día nadie estaba tan libre
de desventuras propias, que tuviera tiempo sobrado para atender a las ajenas de
tal casta. Donde se contaban por cientos los cadáveres, ¿qué importaban las
gentes sin hogar?
Pachín,
por mozo, por inteligente y por blando y noble de corazón, aunque inculto
aldeano, era un poco artista sin saberlo; y por eso se le impuso y le anonadó
el espectáculo, más que por cada uno de sus siniestros componentes, por la
terrible grandeza del conjunto de todos ellos. Para un campo cubierto de
ruinas, de cieno y de cadáveres, ¡qué luz más propia y adecuada que la de una
conflagración como aquélla? Un horror alumbrado por otro horror.
El
trabajo del pobre chico iba a ser muy diferente del que allí mismo había hecho
por la tarde. No rebuscaría entre los muertos, que ya se sabía de memoria, sino
entre los vivos que buscaran algo, como había buscado él. Mas como los vivos
eran muchos y, aun a corta distancia de ellos, por la negrura del suelo y las
fantasías de la luz todos aparecían a sus ojos como bultos informes, sin
distinguirse los hombres de las mujeres, necesitaba examinarlos muy de cerca,
y, para eso, recorrer el campo de extremo a extremo. No le arredró la tarea, y
la acometió en seguida sin otras vacilaciones que las que le imponían las
dificultades del suelo agravadas por la obscuridad.
Eran ya
más las lágrimas que los quejidos en aquel enorme spoliarium, y por eso había ocasiones en que
Pachín no oía en su derredor otros rumores que el incesante crepitar de las
llamas devoradoras, y alguna voz de los que huían de sus estragos, o de los que
empleaban en combatirlos, inútilmente, las escasas fuerzas que les había dejado
la tremenda sacudida del otro azote. En estos casos eran mayores las
repugnancias y el miedo del pobre aldeanillo, que al dudar si pisaba entre las
negruras del suelo «carne cristiana,»soñaba oír hasta el gemido de protesta
contra la profanación cometida por sus pies. Sudaba el infeliz en estos trances
y procuraba acercarse a la luz mortecina de los farolillos que llevaban algunos
grupos y personas dispersas, y lo hacía con el doble fin de saber mejor dónde
pisaba y reconocer más fácilmente lo rastreado, si tenía la dicha de dar con
ello.
Pero
andaba, andaba, palpando casi las personas cuyos pasos seguía, y jamás lograba
otros frutos que un desengaño en cada intento. En esta labor dolorosa, prefería
las figuras solitarias, por calcular que su madre, desconocida y forastera, no
podía andar de otro modo por allí.
Una vez,
siguiendo el rumbo de la luz extenuada de uno de los farolillos errantes,
verdaderas luces de cementerio, tropezó con dos mujeres. La una llevaba un
farol en la mano; la otra en las suyas un jarro con agua, una jofaina y una
esponja. La del farol, aunque se envolvía el talle y parte de la cabeza en un
espeso manto, le pareció, por la blancura de su tez, y el aire de su persona,
dama distinguida. A la luz de los incendios más que a la amortiguada del
farolillo, vio Pachín que tenía los ojos enrojecidos de llorar y surcadas de
lágrimas las mejillas; y aunque se había cerciorado de que ninguna de las dos
era la mujer que él andaba buscando, las siguió en su faena y sin estorbarlas,
durante un buen rato. Cuando encontraban el cadáver de un hombre, si tenía
cabeza, la señora arrimaba a ella el farol, y con la esponja empapada en
agua que le ofrecía la otra mujer, le quitaba cuidadosamente la tizne de la
cara... ¡y adelante con su pesada cruz! porque nunca era el muerto que
reconocía, la prenda de su corazón que iba buscando. De todos los dolores que
había conocido Pachín hasta entonces en el mismo triste lugar, ninguno le
pareció tan hondo, ni le mereció tanto respeto como aquél.
Dejando
perderse a la infeliz señora en los misterios de la obscuridad lejana, corrió
él hacia los grupos de gente que vio sobre uno de los muelles fronteros al
buque sumergido, alumbrados por el resplandor del que estaba quemándose.
Tampoco estaba su madre allí, entre las mujeres que seguían con avidez ansiosa
los trabajos que se hacían en el agua, trabajos ya conocidos de Pachín, aunque
en escala más reducida. Ahora los botes y las lanchas eran más, y más los
garfios que se arrojaban al fondo, y más los restos que salían enganchados, sin
contar lo que se recogía flotando entre maderos, latas y otros mil despojos del
desastre, que iba apareciendo arrastrado por la corriente, sin que nadie
supiera de dónde venía o dónde había estado hasta entonces. Se alumbraba la
escena con hachones de viento, cuya luz iluminaba racimos de cabezas, y se
reflejaba trémula en las removidas y turbias aguas. Pachín huyó de allí con el
corazón oprimido por una nueva forma de dolor congojoso y asfixiante, y se
sumió de nuevo en las sombras de la llanura, a continuar su labor con más bríos
que esperanzas.
Observó
que los grupos con luz eran siempre de hombres solos, hombres encargados de
recoger cadáveres y de conducirlos en camillas o amontonados en furgones, al
sitio que les estaba destinado. Esto le pareció muy aflictivo, y, sin embargo,
seguía a los grupos, aunque sin saber si lo hacía por verse más acompañado en
su pavorosa soledad, o por guiarse mejor con la luz de sus faroles, o porque le
arrastraba la fascinación de lo tremendo, como arrastra la visión de los
abismos.
Explorando
así entre vivos y muertos, y devorando, más bien que mirando, con los ojos
hechos ya a la obscuridad y a descifrar los engaños en que envolvían a las
personas errabundas los resplandores siniestros de las llamas, dio con otro
grupo de hombres cuya ocupación era cuanto allí le quedaba que ver. Aquellos
hombres llevaban entre manos unos sacos negros, muy grandes, y en estos sacos
iban metiendo los despojos que encontraban desparramados: miembros, entrañas...
y hasta la sangre, recogida del suelo con la tierra empapada en ella y por ella
santificada ya... Asociósele, con la fuerza y velocidad del rayo, el recuerdo
de su madre desaparecida a la visión de aquellas reliquias espantosas, y no
pudo más el desdichado: sintió una angustia indefinible entre corrientes de
sudor frío que le bañaban el cuerpo; turbósele la vista, y sin fuerzas para
sostenerse de pie, cayó desplomado sobre un rimero de escombros.
Cuando
volvió en sí, socorrido por aquellos buenos hombres, respondiendo a preguntas
que le hicieron les contó su desventura y sus intentos malogrados. Allí, a
aquellas horas, había perdido su última esperanza. ¿Qué le quedaba sin
explorar? ¿Qué más muertos, qué más heridos ni qué más buscadores de ellos, que
los que ya había visto y reconocido él? Dijéronle entonces, acaso para
levantarle un poco el espíritu desmayado, que había en el Hospital muchos
heridos y muertos de que él no tenía noticia, y ello bastó, en efecto, para que
le renacieran los bríos y se creyera capaz de los imposibles. ¿Por dónde se iba
al Hospital? Le indicaron dos caminos: el más abreviado y el más largo; pero
eligió el segundo, porque el arranque del primero, según se veía desde allí,
estaba obstruido por dos incendios que casi cruzaban ya sus llamaradas.
Hasta
entonces no se había detenido el pobre muchacho a considerar el incremento que
tomaba por instantes aquel nuevo desastre, y la extensión y fuerza que
alcanzaba. Por el lado del Norte formaban las llamas una altísima cordillera; y
de la anchura que había adquirido su base, de la cual parecían las raíces las
enrojecidas lenguas que asomaban por todos los corroídos huecos de los
edificios que le servían de pasto y golosina, se deducía fácilmente que estaban
ardiendo los dos lados de la calle trasera en casi toda su longitud. A su vez,
el primer incendio del otro lado, el del Oeste, encrespándose y respingando y
nutriéndose sin cesar de las casas en que había hecho presa, se esforzaba en
dilatarse a diestro y siniestro, pero especialmente hacia el Norte, como si
tratara de tomar de aquel otro incendio más pujanza, para llegar de un salto a
enlazarse con el que le seguía por el Sur, el cual también se cernía y
forcejeaba para salirle al encuentro.
Por
misericordia de Dios, las voraces hogueras subían pacíficas y rectas al
espacio, en cuyas alturas chisporroteaban sus pavesas entre los remolinos del
humo ceniciento acumulado allí en espesos nubarrones. Un soplo de aire que
inclinara las llamas hacia el Norte, y desaparecía toda la ciudad en breves
horas. No se concebían en lo humano fuerzas bastantes para triunfar en una
lucha contra enemigos como los de aquel día; día no menos infausto y pavoroso
que los evocados por el poeta; aquellos
¿Qué fuerzas sostenían a
Pachín para hacerle capaz de tanta resistencia? ¿Quién de los que le veían
pasar y adelantarse a todos los que más andaban entre calles, y retroceder de
pronto, o desviarse para examinar un corrillo de mujeres, o meter la cabeza por
las entreabiertas hojas de la puerta de un tenducho, porque había creído oír
una voz que se parecía a la de su madre, podía sospechar siquiera lo que
aquella criatura llevaba andado, rebuscado, y padecido en el cuerpo y en el
alma, desde las cinco de la tarde? ¡Oh! si los que pesan y miden por escrúpulos
la fuerza y la resistencia de determinadas substancias del mundo físico,
pudieran estimar del mismo modo lo de que es capaz y resiste el espíritu humano
puesto en tensión vibrante por los grandes infortunios de la vida, ¡qué
hallazgo para la ciencia y qué sorpresa para los sabios del alambique! Pues
esta fuerza prodigiosa era la que sustentaba a Pachín y ponía en actividad
todos sus miembros, y en plena luz su juvenil inteligencia, y le hacía
insensible al dolor de sus heridas y a los lamentos de los desdichados como él,
y diestro en la obscuridad de la noche entre calles que jamás había pisado, y
sutil en la investigación de su camino. ¡Si hubiera podido dominar sus
impaciencias como su debilidad y sus angustias! Y eso que no iba solo, porque
le acompañaban otros muchos peregrinos del dolor. Allá iban todos en busca de
lo que no habían podido descubrir en otra parte. ¡Lo mismo que él! Y con ellos
siguió, calle arriba, calle arriba, como si todos fueran unos, aunque todos
eran extraños entre sí. Nada se hablaban, nada se decían; pero casi todos
lloraban en silencio, y éste era el lenguaje único inteligible y familiar de
aquel pueblo en aquellas horas de infortunios cuya expresión no cabía en
ninguna lengua humana.
El portón
del Hospital estaba abierto, porque no había un instante en que alguien no
entrara o no saliera por él. Pachín entró, adelantándose un buen trecho a los
que con él iban; y dejándose guiar por las primeras luces que descubrieron sus
ojos al hallarse en una galería de macizos arcos de piedra, tomó por el lado
derecho, sin parar mientes en las monjas y otros servidores del piadoso asilo,
que pasaban a su lado en afanoso trajín; volvió luego hacia la izquierda,
siguiendo los rumbos de la nave; viose enfrente de la embocadura de una gran
escalera; subió por ella, y se encontró en otra galería como la de abajo, pero
más abrigada y menos libre de estorbos para recorrerla, porque estaba a medio
llenar, y continuaba llenándose, de camas improvisadas tendidas en el suelo.
Mientras dudaba si tomar por un lado o por otro, y sin atreverse a preguntar a
nadie, o quizás olvidado ya de cómo se preguntaba por lo que no se sabía, oyó
rumor de voces y de lamentos hacia la derecha, y por aquel lado se encaminó. A
los pocos pasos topó con una puerta que daba ingreso a una habitación colmada
de gente. De allí salían los rumores y los ayes. La habitación no era grande;
pero sí lujosa, al parecer del aldeanillo, con muchos retratos en las paredes,
y un piso tan reluciente y fino, que Pachín se resbalaba al andar sobre lo poco
de él que estaba desembarazado. Olía allí mucho «a boticas», y había colchones
y mantas en el suelo, y en cada cama de éstas y sobre cada mueble de los
arrimados a las paredes, un herido o un moribundo. Junto a los primeros,
curándoles las tremendas heridas, médicos con sus blancos mandiles por delante,
y la bruñida herramienta o los vendajes entre manos, y practicantes que les
ayudaban en la cruenta labor, y las santas siervas de la Caridad que cuidaban
de todo y a todo atendían como quienes eran. Junto a un hombre que se moría, un
sacerdote arrodillado e inclinado sobre él, casi abrazándole; un sacerdote muy
extraño para Pachín, que recordaba haberle visto en idénticas ocupaciones en la
casa de socorro: vestía ropaje muy fino de color morado; colgaba de su cuello
sobre el pecho un crucifijo de oro, y llevaba un grueso anillo en una de sus
manos. Su voz era dulce, como el mirar de sus ojos compasivos, y su palabra,
elocuente, persuasiva y amorosa. ¡Qué cosas sabía decir al moribundo, casi
llorando de pena! ¡qué valor le infundía, y cómo le consolaba! Jamás había
visto Pachín un Obispo sino en estampas y con mitra, báculo y capa pluvial; y
por eso no conoció al de su Diócesis en aquel caritativo y humilde sacerdote
con vestiduras moradas, de corte igual al de las negras de los otros curas que
por allí andaban también, como en la casa de socorro y en el campo mismo de la
catástrofe.
Pero ni
entre los que se morían, ni entre los que eran curados por los médicos o
esperaban su turno para curarse, ni entre los vivos y sanos que se entretejían
con ellos, se hallaba su madre. Supo que estaban colmadas de heridos todas las
salas de cirugía del Hospital, y que por eso se había habilitado
precipitadamente aquélla, cuyos destinos ordinarios eran bien distintos; y en
busca de las otras salas fue, con las señas que le dieron.
El rastro
de las improvisadas camas de la galería, algunas ocupadas ya, iba enseñándole
el camino a lo largo de ella; otro, de lamentos y quejidos, le guió a un
departamento en que había dos grandes mesas de muy extraña forma, y varios
aparatos de uso desconocido también para el ignorante aldeanillo, aunque por el
sitio en que se hallaban y la vecindad que tenían, y, sobre todo, por «el arte»
de unas herramientas que vio relucir en el fondo de un armario cerrado con
cristales, presumió que nada de ello debía de ser para «cosa buena». En cada
costado, según se entraba, había una puerta, y cada puerta daba ingreso a un
gran salón en que se percibían mucha gente, muchas camas, muchos ayes y mucho
olor «a boticas».
Tomó, al
azar, por la derecha y penetró en aquella estancia; pero con más desahogo que
en la primera que había visitado, porque no sólo era más grande, sino que las
camas estaban armadas y en dos filas, con los testeros a la pared, dejando
entre los pies de unas y de otras, un ancho pasadizo para la gente. Por lo
demás, el mismo linaje de enfermos, iguales martirios, igual trabajo de los
médicos y sus ayudantes, las mismas religiosas asistentes, idénticos moribundos
con el cura a la cabecera, el mismo espanto en todas las caras, las mismas
lágrimas en muchos ojos, y el mismo afanoso ir y venir de los que no podían
subdividirse para estar a la vez en todas partes.
Pachín
fue recorriendo cama por cama, detrás de los médicos unas veces, y otras como
podía o le era permitido; y sólo cuando llegó a las últimas, supo que no había
más que hombres en aquella sala. La destinada a las mujeres era la de enfrente.
Salió volando de aquélla, atravesó la de los aparatos y penetró en la que le
interesaba más.
Era una
exacta reproducción de la de hombres, con el mismo número de camas y de
enfermos, e idéntica legión de médicos y asistentes. A Pachín le parecía
imposible que habiendo tantas mujeres reunidas allí, víctimas de una misma
causa, no fuera una de ellas su madre. Esto le reanimaba mucho las vacilantes
ilusiones; pero al mismo tiempo aumentaba enormemente su trabajo. No tenía más
campo de investigación que las caras; y la que de ellas no estaba desfigurada
por el dolor, lo estaba por las heridas, o por las contusiones, o por el fango
negro. Tenía que preguntar a la enferma misma, y casi nunca le respondían, o le
respondían con un ¡ay! que le desgarraba el alma. A las más contrahechas de
semblante o aletargadas por el ardor de la fiebre, les gritaba su propio nombre
al oído, para sorprender un indicio en un gesto o en una vibración de aquella
vida espirante. Cuando en estas investigaciones no satisfacía sus dudas,
preguntaba a las monjas, a los médicos, a cualquiera de los enfermeros, por la
procedencia de la enferma, y, al último, por las ropas con que había llegado al
Hospital, y corría a examinarlas; y con un desengaño más, volvía a la sala de
nuevo a proseguir su dura labor, cada vez menos afortunada y más dificultosa.
Al darla
por concluida allí, ¡qué hallazgo, en definitiva, el suyo! En los lugares
azotados directamente por la catástrofe, había visto un sinnúmero de heridos y
muertos; tantos, que había llegado a familiarizarse con los horrores
amontonados, con la tizne del fango negro y los vestidos en jirones; pero en
las camas del Hospital, siguiendo las faenas heroicas de los médicos, había
estimado los horrores en toda su desnudez y detalle por detalle, limpios de
todo disfraz y destacándose sobre la blancura de las ropas. Le parecía
imposible que con aquellos enormes boquetes sanguinolentos, con aquellas
desgarraduras espantosas de la carne, con aquellos miembros macerados y
brutalmente desprendidos de sus goznes, pudieran vivir los pacientes hasta que,
según también sabía ya, fueran operados en la sala contigua y en otras
semejantes, a la luz del sol de nuevo día... si era creíble que nacieran días
de sol de una noche como aquélla.
Largo
rato pasó el sin ventura a pie firme en medio de la estancia, con la cabeza
inclinada sobre el pecho, la imaginación perdida en un páramo de desconsuelos,
y la memoria atestada de los espectáculos recientes que se renovaban en ella a
cada instante con los lamentos que llegaban a sus oídos de todos los rincones
del salón. Sintiendo enervarse sus fuerzas y no resignándose fácilmente a darse
ya por vencido en su generoso empeño, preguntó si no le quedaba más que ver y
que registrar en los departamentos de aquella casa. El preguntado, después de
levantar los brazos hasta la cabeza y la vista hacia el techo, le respondió
afirmativamente y le dio minuciosas señas del camino que debía seguir.
Con ellas
en la memoria y reavivada su energía con el estímulo de una nueva esperanza,
salió Pachín de allí; desanduvo todo lo andado al subir, y cuando acabó de
bajar la escalera, atravesó el patio interior que tenía enfrente, y después la
nave del claustro... Allí estaba, abierta de par en par, la puerta que se le
había indicado en los informes.
Cuando
puso los pies en el umbral, sintió en la cara la impresión del relente frío de
la noche, y tropezaron sus ojos con las espesas columnas de llamas de los
incendios de Maliaño, recortadas en sus bases por la línea negra del muro que
cerraba por dos lados el espacio del primer término. Se le antojaba que podían
alcanzarse con las manos desde allí, a poco que se estiraran los brazos, las
guedejas resplandecientes de las cabelleras infernales de aquellas furias
destructoras, y tembló de espanto al considerar que podía cernerlas de un
momento a otro una veleidad del aire sobre aquel santo asilo colmado de
víctimas del otro azote. Rogó a Dios con toda su alma que apartara de allí tan
negra desventura, y se dispuso a bajar los cuatro escalones de piedra que le
separaban del suelo de aquel extraño recinto, que, por las primeras señales, le
pareció un corral abierto, bien poblado de gente y regado de lágrimas.
El
corral, patio o lo que fuera, no tenía otra luz que la reflejada de los
incendios por encima de las tapias, y, de este modo, acontecía en él lo que en
la explanada de los muelles: que con aquellos reflejos indecisos y fantásticos,
las sombras adquirían mayor intensidad que la ordinaria, y en los relieves del
suelo se multiplicaban los engaños; por lo cual le costaba a Pachín mucho
trabajo orientarse en el terreno que dominaba mal con la vista en la penumbra.
Al fin se orientó, aunque más le valiera no haberlo conseguido; porque apenas
descubrieron sus ojos, hechos ya a la obscuridad, los misterios de aquel
cuadro, los apartó de él estremecido y se encontró sin fuerzas para dar un paso
más hacia adelante. El recinto era largo y angosto y con el suelo muy inclinado
hacia el Sur, es decir, hacia la mar; enfrente de la escalerilla había un
cobertizo arrimado al muro que limitaba el patio por aquel lado, paralelo a la
fachada del Hospital; en la parte alta, una puerta cochera; en la de abajo, un
muro ciego; y entre este muro y la esquina visible del Hospital, un espacio
encerrado por una verja. Inmediato al costado de la escalerilla, a la derecha
de Pachín, de largo a largo en el suelo del patio y con la cabeza arrimada a la
pared del edificio, había un cadáver; más abajo, a dos palmos de él, otro, y
luego otro, y otro... y otro; y así hasta donde alcanzaba la vista o lo
permitía el estorbo de la gente que hormigueaba entre ellos. Por la puerta
cochera entraban entonces un carro de bueyes y un furgón; y aquel furgón y
aquel carro venían también cargados de muertos, que algunos hombres vivos iban
colocando después, uno a uno, en la línea de la pared, boca arriba, para ser
más fácilmente examinados y reconocidos por los buscadores que, como Pachín,
llevaban horas y horas rastreando desolados lo que no encontraban en ninguna
parte. Con los cadáveres del furgón iban algunos sacos: aquellos sacos negros
cuyo destino había espantado poco antes al pobre muchachuelo, el cual volvió a
sufrir mayor espanto al ver que, después de conducidos del furgón a la
tejavana, se amontonaba en el fondo de ella su contenido sangriento. No podía
impresionar mucho la vista de unos muertos más a quien tantos y tantos había
visto en pocas horas; ¡pero verlos como Pachín los veía allí!... en aquel
estrecho y obscuro callejón, ordenados en hilera y cara arriba, oyéndose el
coro de gemidos de la gente que iba manoseándolos y reconociéndolos uno a uno;
por lo alto, la luz siniestra de los incendios; abajo, la penumbra misteriosa y
tétrica, y enfrente, el antro negro del cobertizo colmándose de despojos
humanos y de sangre: todo esto ofrecía un conjunto de novedad tan patética y
horripilante a los ojos del infeliz aldeanillo, que le hizo temblar de miedo y
clavó sus pies en el umbral de la puerta.
Le costó
mucho, mucho trabajo rehacerse; pero se rehízo al cabo, impulsándole la
conciencia de su deber impuesto por las leyes de su corazón de hijo, y
descendió con paso firme y resuelto los peldaños de la escalerilla; y tuvo
valor, o, por lo menos, fuerza de voluntad, para acercarse a la andanada de
muertos, y pasarlos revista uno por uno, y palparlos y removerlos en busca de
mejor luz, cuando eran sus mortajas vestiduras de mujer. Pasaba ya la fila de
ellos de la esquina del Hospital, y penetraba en el enverjado. Pero en aquel
terreno, que era un pedazo de jardín, cambiaba de forma la exposición y
aparecían los cadáveres tendidos en los senderos, con los aterciopelados
taludes de las canastillas por cabezal. ¡Contraste bien horrendo! La mansión de
las flores, que son el adorno y la sonrisa de la Naturaleza, invadida y hollada
por los despojos de la muerte en su aspecto más repulsivo y desconsolador.
Pachín
notó el contraste a su manera, y a su manera le sintió en el fondo del alma,
herida ya en lo más vivo por una alucinación de su vista perturbada. La luz de
los incendios, al reverberar en el suelo y en las caras de los cadáveres,
contraídas y desfiguradas, fingía en ellas convulsiones y gestos que Pachín
descifraba siempre en un mismo sentido. Le parecía que todas aquellas caras
terrosas, sepulcrales, mirando al cielo, imploraban algo de él: unas,
misericordia; otras, venganza. Esta obsesión invencible y avasalladora, y el
espectáculo aflictivo de los que, más felices... o más desdichados que él,
hallaban al fin lo que habían ido a buscar en aquel fúnebre depósito, le
obligaron a abandonarle.
Cuando,
bien informado, además, de que nada le quedaba que hacer allí ni en ninguna
otra parte de la ciudad por aquella noche, salía del enverjado en dirección a
la puerta cochera que acababa de abrirse para dar paso a otros furgones con más
muertos, se fijó en un hombre, muy anciano, que estaba sentado en un poyo y
acariciaba la cabeza de un mastín acurrucado junto a él. Le sorprendió el
hallazgo; y por entretener el miedo que le hacía temblar, o por un inconsciente
impulso de su condición de muchacho, preguntó al hombre lo que deseaba saber; y
el hombre, bondadoso y con voz dulce y en la desconcertada sintaxis de todos
los campesinos de su tierra, después de quitarse de la boca la pipa de barro
que chupaba maquinalmente, satisfizo su curiosidad. Era hortelano «de la casa»
muchos años hacía, y el perro, guardián de la huerta por las noches. Estaban
allí los dos juntos, para que el mastín no molestara a nadie; y no
le tenía solo y amarrado en su garita, porque no ladrara.
-¿Y qué
que ladrara? -preguntó Pachín.
El buen
hombre le miró con gesto admirativo; y extendiendo una mano después y la vista
sobre la andanada de cadáveres, le dijo:
-¡Ladrar...
ladrar!... ¡y eso por delante todo!... Resar, resar mejor es.
-Pero
entonces -replicó Pachín lleno de asombro-, ¿hasta cuándo va a estar usted de
este arte?
-Hasta
que Dios amanesiendo mañana, hijo... o dispués.
Todo, en
aquellas horas tremendas, era extraordinario y grande, como el infortunio que
las había engendrado: hasta la piedad de los corazones más sencillos.
En el de
Pachín González no quedaba más que una chispa de calor para sostenerle en el
incierto andar con que seguía el camino de su posada: la esperanza levísima de
encontrar en ella, y aguardándole, a su madre. ¡Pero si esta esperanza le salía
fallida también!... Y cuando el pobre pensaba en ello, le abandonaba el vigor
artificial sostenido por la tirantez de su espíritu, y se sentía desfallecer,
le dolían las heridas de la cabeza, y tenía sed ardorosa, latidos en las sienes
y mucho frío en las extremidades... En estas alternativas de vida y muerte,
llegó a la posada; y febril, dolorido, desconsolado, se desplomó sobre la cama
en cuanto la posadera respondió con un triste movimiento de cabeza a la
pregunta que él la hizo con los ojos acobardados.
Ni
razones, ni súplicas de la buena mujer y de las personas que la acompañaban,
lograron sacarle del marasmo en que se hundió. Al verle así, en un estado más
alarmante aún que la otra vez en el portal, se pensó en avisar a un médico para
que le asistiera; pero ¡quién encontraba entonces un médico libre, cuando todos
los de la ciudad no alcanzaban para atender a los grandes apuros de los tristes
lugares en que se apilaban los heridos? Con desdichas tan grandes, ¿qué
importaba el enfermo venturoso que se moría en su propia cama?... Había que
renunciar a este recurso y valerse de los caseros. Y a ellos se acudió
inmediatamente. Quieras que no, se le lavotearon las heridas, y se las curaron
con menjurjes en que abundaban el vino blanco, la ruda y el aceite; se le vendó
la cabeza, y hasta se le obligó a desnudarse y a que se metiera en la cama,
donde le hicieron tragar una buena ración de vino generoso. El pobre muchacho,
primero insensible a todo, y después dejándose gobernar como una máquina, ni
desplegaba los labios para pronunciar una sílaba, ni apenas abría los ojos. La
vida exterior no parecía interesarle lo más mínimo. Así permaneció largo rato.
De pronto gritó «¡madre! ¡madre!» llevándose ambas manos a la cabeza, y rompió
a llorar amargamente. Lloró mucho el infeliz, y llorando desahogó su pecho de
las angustias que se le oprimían.
Cuando
acabó de llorar, se le acercó la posadera enjugándose las lágrimas, contagiada
por la aflicción de su huésped, para preguntarle si se sentía mejor. Pachín la
respondía con una mirada en que se reflejaba más la gratitud que una respuesta
afirmativa... Pero el hielo estaba roto, y eso buscaba la noble mujer para
ingerirse por allí con otro remedio del orden moral, en el que fiaba mucho para
esparcir los nubarrones de aquel cerebro enardecido. Había que hablarle,
referirle «cosas entretenidas», distraerle, sin salirse del círculo de las
ideas que le tenían tan amilanado; porque irse con la conversación por otros
caminos más risueños, sería como burlarse de las tristezas del pobre muchacho.
Y acomodado a esta pauta fue el relato de la posadera, sentada a la puerta de
la alcoba. ¡Cómo y por dónde venían las cosas más negras, Señor de los cielos!
¡Qué descuidada estaba ella cuando!... ¡Jesús, María y José! De pronto creyó
que habían reventado las cañerías del gas, porque propiamente parecían los
tronidos debajo de los balcones. No quedó un cristal a vida, retembló toda la
casa y se resquebrajaron casi todos los tabiques: allí tenía Pachín uno de
ellos, bien a la vista, si quería mirar. Pero ¿qué valían todas esas pequeñeces
comparadas con lo que había ocurrido en otras casas del barrio, como pudo
averiguar en cuanto se echó a la calle para saber lo que pasaba? Techos y
tabiques enteros desplomados, escaleras descoyuntadas, y, lo que era peor,
heridos a montones por los ladrillos y cascotes de la ruina... ¡Las cañerías
del gas! ¡Buenas y gordas! Al descubrirse lo cierto, todo el mundo se asombraba
de que hubiera quedado cosa con cosa en la ciudad, ni alma viviente para
contarlo. Pues en seguida le entró el recelo por la suerte de los que faltaban
de su casa: tres personas, sin contar a Pachín y a su madre; pero todas habían
ido volviendo, gracias a Dios, y allí presentes estaban entonces, menos la
pobre mujer que no había llegado aún, pero que llegaría, ¡vaya si llegaría!:
tenía ella, la patrona, buenas razones para afirmarlo... Pero ¡cuánta
desgracia, Señor, y de qué pelaje muchísimas de ellas!... porque no había que
decir: primeramente, todas las autoridades, desde el señor Gobernador civil, y
luego.. en fin, que no tenían cuenta los «malogrados.» Esta era la cara
«propiamente mala» del asunto. La otra, no la buena, porque buena no la tenía
desde ninguna parte que se mirase, ya era algo distinta. Quedaban los
desaparecidos; los que habían sido amparados de repente, al ser barridos por el
huracán, en esta tienda y en la de más allá, en esta casa o en la otra. Pues
todos habían de parecer a su hora; pero ¿quién sabía el cómo y el cuándo de
tantas cosas raras como habían de suceder?... Por lo pronto, en cuanto
amaneciera Dios, saldrían a la calle todos los papeles públicos atestados de
noticias, bebidas en buenas fuentes; y en esas noticias habría para todos los
gustos y para todas las necesidades de muchísimos desconsolados como Pachín.
Con que no había que amilanarse por completo, ni perder la confianza en la misericordia
de Dios...
Lo cierto
fue que con el relato y los comentos de la posadera, reforzados con la
aquiescencia bien declarada de los circunstantes, Pachín fue pasando poco a
poco del marasmo a la atención y de la atención al interés, hasta acabar por
reanimarse y por tomar el alimento sólido y confortativo que le ofreció la
patrona y que hasta entonces se había obstinado en rechazar. Con esto, y el
cansancio de unas faenas tan extraordinarias como las suyas y las necesidades
imperiosas de su naturaleza juvenil, llegó a dormirse profundamente; y cuando
de ello se convenció la posadera, apagó la luz de la alcoba y se alejó allí, de
puntillas, como todos sus acompañantes.
El sueño
le agarró de tal manera, que no le soltó hasta la madrugada. Pero ¡bien caro le
pagó entonces el infeliz! Es un hecho comprobado por la experiencia de muchas
gentes, que cada hombre tiene designado por el mismo Lucifer un diablejo que se
encarga de recogerle, en el momento en que se queda dormido, todos los
pensamientos tristes que vagan por su cerebro, y de ponérselos delante de los
ojos y a través de un cristal de aumento, en cuanto se despierta. Un diablejo
de esa casta fue quien martirizó a Pachín, al despertarse, arrebatándole de
pronto las plácidas visiones de su sueño, y poniéndole a la vista el cuadro de
su negra realidad.
Jamás
había tenido un sueño como aquél. Se había visto dichoso, completamente
dichoso; y no porque se hubieran realizado sus ambiciones de gran señor, ni
porque tuviera ya los billetes de Banco y el oro de las Indias a carretadas: al
contrario, la dicha la había encontrado en el rincón de su aldea. ¡Pero qué
rincón aquél! ¡qué praderas, qué ganados! ¡qué frutos los de sus heredades!
¡qué montes tan espesos, y qué música la de su ramaje verde! Y la casa, dentro
del cercado que parecía un jardín por la abundancia, la variedad y el esmero en
el cultivo, tan abrigadita del vendaval y con la solana al Mediodía; la parra,
que nacía arrimada a un esquinal, formando un arco, amarrada a los tornos del
balcón; las cuadras, con hermosas pesebreras debajo del pajar henchido de heno
fragante, al costado, y dentro de la casa, la abundancia de todo lo
indispensable para la vida de familia; el trabajo de la tierra fecunda,
placentero, libre y a la luz del sol; la conciencia tranquila, y el descanso,
como la conciencia; el corazón sin odios; y en el más estimado rinconcito de
él, un cierto cosquilleo vivificante, que tentaba a levantar y ennoblecer el
espíritu y despertaba en la imaginación recuerdos de ojos azules, de sonrisas
plácidas, de promesas cambiadas con palabras trémulas y miradas cobardes;
cuadros, en fin, de una nueva vida de amor y paz y bienandanza... ¡Y su
madre!... el alma de todo, el calor, el ejemplo, el ambiente sano, la luz y la
sabiduría de la casa. ¡Cómo le quería y miraba por él y le aconsejaba! ¡Y qué
vanidad tan lícita la suya al considerarse merecedor de una madre como
aquélla!... En suma, que Pachín había dado con el idilio de la vida y adivinado
el argumento de un paisaje de abanico. Pues hallándose en el goce de lo más
delicioso de él, fue cuando el diablejo, su enemigo, le apagó las luces de la
fantasía y le puso delante de los ojos el cuadro de sus desdichas verdaderas.
Gimió, lloró mucho entonces, unas veces en el mayor desconsuelo, otras veces
desesperado. Clamó a gritos por su madre, y rezó fervorosamente por ella, y
pidió a Dios... todo lo que más necesitaba: a su madre, o fuerzas para
resignarse a perderla de aquel modo.
No quiso
desayunarse ni que le curaran las heridas, pero sí levantarse de la cama: esto
lo quiso con grande y reiterado empeño, contra el parecer y los consejos de la
posadera y cuantos con ella habían acudido a consolarle. Quería levantarse para
lanzarse de nuevo a la calle y registrar toda la ciudad, casa por casa y piedra
por piedra. Pero el trabajo de la víspera y los sufrimientos morales habían
acabado con sus bríos, y se sintió clavado en el lecho por la extrema
debilidad.
En estas
peleas y arrechuchos, entró el comensal de marras: venía pálido y descompuesto
de faz. Le acosaron a preguntas y refirió lo que había visto. Había salido muy
temprano, porque había dormido mal, y la curiosidad le arrastraba fuera de
casa. Las calles, a la luz del sol naciente, le habían parecido más tristes que
al anochecer de la víspera; las gentes más abatidas y desencajadas; los
estragos más notorios, y el aspecto, en general, de la población, más patético
y aflictivo. Los incendios continuaban, pero aislados y en camino de acabarse
por falta de cebo y no haber querido Dios que los empujara el viento hacia
donde le había muy abundante. Tentado del diablo y de un mal consejo, había ido
al Hospital. ¡Nunca allá fuera! Entró sin dificultades, como entraba mucha,
muchísima gente, y no toda en son de paz y con el respeto que debía. Por subir
la escalera, comenzó a arrepentirse de haberla subido y tuvo tentaciones de
volverse a la calle. Pero la curiosidad, ¡la pícara curiosidad!... Estaba la
galería por donde andaba, llena de colchones en el suelo, y yacía en cada
colchón un herido; ¡pero qué heridos! ¡qué caras tan monstruosas, tan negras,
cuando no eran amarillas como la cera de las sepulturas! Y sobre todo, ¡qué
alaridos los de aquellos desdichados y otros tales que se oían de más lejos!
Según noticias, así estaban desde la madrugada, desde que «se les habían
enfriado las heridas» curadas por la noche. Le temblaban las piernas y se le
turbaba la vista, pero le arrastraba la fascinación del horror mismo, y
¡adelante, adelante, adelante!... Así llegó hasta una embocadura, a cuya
puerta, mal cerrada, se quedó como clavado por los pies. Lo que vio por los
resquicios le hizo dar diente con diente: unas mesas muy raras; sobre las
mesas, cuerpos desnudos de pies a cabeza; y en aquellos cuerpos, insensibles
por el cloroformo, mutilados, chamuscados, desgarrados por la metralla del
vapor, un enjambre de médicos con los mandiles manchados de sangre, y grandes y
relucientes cuchillos, o formones o sierras en las manos, cortando miembros
destrozados, o extrayendo costillas machacadas, o mondando, desbrozando
boquetes horrorosos, obstruidos por piltrafas sanguinolentas; irrigando los
cortes en carne viva con chorros incesantes de un agua que olía muy mal, y
luego mantas y más mantas de esponjados algodones y vendajes sobre lo operado;
y por fin, entre brazos de enfermeros el herido, a otra sala contigua; y otro
enfermo de ella, o de otra igual, a sustituirle en la mesa de operaciones; y
cada cual de los heridos no operados aún, pidiendo a gritos desgarradores la
merced de la sierra o del cuchillo cuanto antes. Sudaba de congoja el pobre
hombre, y, sin embargo, no podía apartarse de allí: al contrario, iba
insensiblemente y poco a poco penetrando en la sala, y no sabía qué le
fascinaba más, si el horror de los tormentos y de la sangre, o el valor, el
trabajo heroico e inmensamente caritativo de aquellos incansables y diestros
cirujanos. Al fin llegó a sentir su cerebro, su corazón, todo su organismo,
saturado, ebrio de aquel conjunto de cosas espantables, y huyó en busca de otro
ambiente y de otros espectáculos.
Corrió,
más que anduvo, por las galerías en demanda del aire libre de la calle, y le
invitaron a ver el patio exterior, lleno ya, materialmente, de muertos; pero
esta invitación, lejos de seducirle, le hizo apretar el paso y buscar con
dobladas ansias la salida del Hospital... De un tirón había llegado a casa por
el camino más corto, y sin poder quitarse de entre cejas la visión de tan
grandes lastimas y de tanta carnicería...
Con el
fin de este relato coincidió la llegada de un periódico recién salido de la
imprenta. Al verle Pachín en manos de la posadera, la pidió por caridad de Dios
que le dejara enterarse de él con sus propios ojos. No se fiaba de nadie.
Complaciósele de buena gana, y se engolfó con avidez febril en aquel mar de
letras de molde. Comenzaba por la historia del suceso, con declamaciones y
comentarios que, por entonces, no importaban a Pachín cosa mayor. Después iban
listas inmensas de nombres, nombres de muertos conocidos y comprobados; de
heridos muy graves que pronto morirían, y de otros más leves, y de
desaparecidos... Pues todas estas listas leyó Pachín, nombre por nombre y en
voz alta, sin topar con el que buscaba el inocente de Dios. Luego venían en
montones los anónimos, y en seguida el resumen de cada serie, en números, hasta
la hora en que se imprimía... Sumaban más de doscientos los cadáveres
reconocidos en el campo de la catástrofe y en las calles de la población, más
de otros tantos los heridos muy graves, y muchísimos más los relativamente
leves, los que habían sido curados en establecimientos y casas particulares y
los que se suponían existentes de esta clase, por último, los desaparecidos,
que no eran pocos, y que, a aquellas horas, podían sumarse con los muertos.
Después, una enumeración de los efectos del estampido en la ciudad: casas
ruinosas, inhabitables en absoluto; otras con grandes quebrantos en el
interior; la Catedral, cuya mole había librado a la ciudad de muchas
desgracias, ametrallada materialmente por el costado del Sur; el tejado,
hundido por la cumbre; en el jardín de su claustro, a montones las vigas de
hierro engarabitadas, y las madejas enmarañadas de cables metálicos, y los
clavos de herradura y los cartuchos vacíos; en tal casa de tal calle, un casco
de la caldera del vapor sobre la alfombra de un gabinete; en el balcón de tal
otra, un bastidor de un camarote; y así hasta el infinito. Luego, muestras del
alcance increíble, de la fuerza expansiva del volcán diabólico: por ejemplo, un
bloque de hierro fundido, de más de seis quintales de peso, que había matado a
una mujer en el camino de Corbán, es decir, a tres kilómetros del sitio de la
explosión. Otros ejemplos de los extraños efectos de ella: cadáveres sin la más
mínima lesión aparente; otro, descalzo de un pie y con el correspondiente
botito al lado; otro, de una señora, con el abrigo, que llevaba puesto,
intacto, y arrancada una manga del vestido que tenía debajo de él; niños
desaparecidos de los brazos de sus zagalas ilesas, y al revés, sobre el tejado
de un almacén de los contornos de la explanada y sin un solo rasguño ni la
contusión más leve, un jovenzuelo que había estado viendo el incendio muy cerca
del vapor; en la mesa del comedor de un hotel frontero al
muelle del desastre y ocupada por varios huéspedes, la caída del busto mutilado
de un hombre, colado como un proyectil por la vidriera inmediata... Por último,
un aviso de la Alcaldía en el que se suplicaba a los propietarios que hicieran
reconocer los tejados de sus casas, y si encontraban en ellos restos
humanos, los recogieran cuidadosamente para darles cristiana sepultura...
¡Qué más ya?
¿Había
entre los allí presentes, ni entre los vivos de la ciudad ni del mundo entero,
quien tuviera noticia de cosas semejantes sucedidas, ni siquiera soñadas? Ni en
duda puso Pachín este sentido apóstrofe de la posadera... ¡A buena parte iba
con el quejido la buena mujer!... ¡a Pachín, que había visto con sus propios
ojos casi todo lo que se puntualizaba en el periódico! Pero no era ese el caso
ya para él, que no podía evitar tanta desgracia, sino ver el modo de remediar
la suya, si cabía en lo humano, o, cuando menos, intentarlo con nuevas
investigaciones.
Se
hablaba en el papel de gentes recogidas en establecimientos y casas
particulares... Por aquí se podía rastrear, y mucho, siquiera en las vecindades
del abominado sitio, porque no era creíble que su madre hubiera sido impulsada
con vida más al centro... Pero... Y se retorcía el infeliz en la cama, haciendo
pruebas inútiles para levantarse. No sólo la debilidad, los dolores de sus
coyunturas, el quebranto de todo el cuerpo, le tenían amarrado, adherido a
aquel potro de insufribles tormentos morales. Volvió a llorar desesperado y a
rezar, pidiendo a Dios que le diera las fuerzas que necesitaba para moverse, de
allí, para salir a la calle y recorrer la población casa por casa: esta merced
siquiera, ya que no le considerara digno de la fortuna de hallar a su madre
viva, al fin de sus investigaciones. Con lo que hizo llorar de nuevo a la
posadera y conmoverse al comensal, que prometió al afligido muchacho echarse a
la calle en seguida y hacer sus veces en el empeño que a él le estaba vedado. Y
como lo dijo lo cumplió.
Pasó
tiempo, casi toda la mañana, sin que el comensal volviera, ni llegaran a la
posada otras noticias que las que andaban en todas las lenguas y por todas
partes; y Pachín, pensando que el adquirir fuerzas para levantarse pronto
dependía de engullir mucho, no cesó de bregar contra la obstinada inapetencia
que se lo impedía. A la hora de comer, bien corrida ya, volvió el comensal,
desmadejado y sudoroso, pero no desalentado al parecer. Nada traía de lo que
había ido a buscar; pero aseguraba haber dado con un rastro que le prometía
algo bueno. Si Pachín creyó o no creyó aquel embuste caritativo, nadie se lo
conoció; pero lo cierto fue que el excelente sujeto se volvió a la calle sin
deglutir el último bocado, dejando la posada llena de noticias que había adquirido
en su excursión: que venían legiones de hombres con potentes aparatos contra
incendios, de varios puntos de la provincia, y todos los bomberos de Bilbao, y
el Ministro de la Gobernación con una falange de altos funcionarios, de Madrid,
y un batallón de ingenieros, de Logroño. Porque toda España se había
estremecido de espanto al conocer la extensión de la catástrofe, y de todas
partes llegaban generosas demostraciones de ello.
Con el
comento de estas noticias y la adquisición de otras por el estilo, fue
pasándose la tarde y entreteniendo Pachín sus impaciencias; porque, a todo
esto, el comensal no volvía... Hasta que empezó a anochecer; y cansado de
llorar, de sufrir y aun de impacientarse, en un breve rato en que se quedó solo
en la alcoba y casi a obscuras, le acometió el sueño; pero tan a traición y de
repente, que no tuvo tiempo el diablejo, su espía, de recogerle los malos
pensamientos, y se le quedaron todos en la cabeza. También soñó con su pueblo
entonces; pero ¡de qué distinta manera que la otra vez! Toda la comarca era un
erial ingrato: ni el sol se dignaba alumbrarla dos veces al mes, y se sentía
frío en ella hasta en agosto. Él se descoyuntaba el cuerpo trabajando, ¡y nada!
Sembraba, y lo sembrado no nacía; el suelo resquebrajado de sus praderas, sólo
daba escajos y zarzas miserables; la casuca se le desmoronaba a ojos vistas; el
hambre y la ruinera acababan con sus ganados, y se veía con el último vestido
que había podido adquirir, hecho jirones y mugriento por el uso, y además solo,
¡solo de toda soledad! Porque su madre había muerto también. Subiendo a lo alto
del monte para hacer una carga de leña de la única que se
conservaba en todo él, pero raquítica y chamuscada, como que procedía del
incendio que devoró los robledales que allí hubo, había rodado por los peñascos
de una quebrada, sin que apenas hubiera hallado él quien, por caridad, le
ayudara a sacar del fondo de la barranca el destrozado cadáver. Todavía estaba
viéndole metido en un ataúd sin tapadera, porque era el de los pobres de
solemnidad, con cuatro varales y cuatro patas: los unos para ser cargado en
hombros de cuatro hermanos de la Vera-Cruz; las otras para
mantenerle en alto junto a la sepultura y volcar en ella fácilmente el cuerpo,
sin tocarle con las manos. Se había vuelto hacia casa, después de rezar el
responso entonado por el cura sobre la fosa rociada con agua bendita al mismo
tiempo, y aún seguía andando, andando; pero cuanto más andaba, menos adelantaba
en el camino. Había pasado así toda la mañana y casi toda la tarde; y ya se
había puesto el sol debajo de la espesa capa de nubes cenicientas, y se veía
venir la noche; y unos perros, extenuados de hambre, que habían salido a
ladrarle de las corraladas por donde había ido pasando, no cesaban de ladrar ni
de perseguirle; y él andaba y andaba, moviendo a un lado y a otro un palo que
llevaba en la mano apoyada sobre la cadera, y empezaba a tener miedo. Porque la
noche venía; y al latir lastimero de los canes se iban agregando voces humanas,
que no sabía él si eran para apaciguarlos o para azuzarlos más. Por último,
anocheció de todo, y a los ladridos y a las voces se juntó un manoseo que sentía
sobre el pecho y sobre la cara, sin poder averiguar quién o qué cosa se le
producía; porque la noche era negra, negra como él no había conocido otra, y no
veía en torno suyo más que la negrura impenetrable, maciza, de la obscuridad.
El manoseo del pecho llegó a quitarle la respiración, al mismo tiempo que le
taladraban los oídos, no ya el ladrar de los perros, sino unos gritos y
llamadas que no acertaba a definir; y como la angustia, el ahogo de su pecho,
seguía apretándole, hizo un esfuerzo de respiración en que puso todo lo que le
quedaba de vida... y triunfó en el empeño. Rotas aquellas opresoras ligaduras,
hasta se disiparon las tinieblas y cesaron los aullidos de los perros... y vio,
vio delante de sus ojos, comiéndole a besos y estrechándole entre sus brazos,
¡oh prodigio y caridad de Dios!... a su madre; pero a su madre viva: no a la
que había rodado por los peñascos de la quebrada del monte de sus delirios,
sino a su verdadera madre; a la que había desaparecido cuando la voladura del
vapor y buscado él por todas partes, llorándola ya por muerta. Y vio más
todavía: vio, a la derecha de su madre, a la posadera, y a la izquierda, al
comensal, ambos con los ojos encharcados de lágrimas, fijos en él... por más
señas, que la posadera tenía en la mano una palmatoria con una vela encendida,
a cuya luz, que hasta le deslumbraba, veía Pachín la escena como al sol del
mediodía, y distinguió claramente a las personas que formaban parte de ella en
la penumbra del segundo término. No cabía la menor duda: aquello no era
continuación de su sueño desconsolador y fatigoso, sino la realidad patente.
Pachín estaba despierto, y su madre, viva, junto a él. Pensó volverse loco de
alegría, como ya lo había estado dos o tres veces de pesadumbre. De un brinco
se sentó en la cama y se colgó del cuello de su madre que seguía devorándole a
besos e inundándole de lágrimas... ¡Fueran los químicos del sentimiento a
averiguar cuál de los dos corazones ponía mayor cantidad de fibras en aquel
abrazo sublime!
No fueron
largas ni minuciosas las explicaciones de la madre cuando llegó el momento de
darlas, ni podían ser de otro modo. Sabía muy poco de lo que le había pasado; y
eso, por referencias hechas cuando ya no había en ella otro pensamiento ni
otras ansias que el saber de la suerte de su hijo. Por lo visto, había sido
encontrada debajo de unos maderos, a la vera de un portal, por unas almas
caritativas que la subieron sin conocimiento a su casa. De tal arte estuvo
hasta cerca de la media noche, hora en que empezó a volver en sí. El verdadero
y cabal conocimiento no lo había adquirido hasta las dos de aquella tarde.
Entonces fue cuando la enteraron de todo lo del vapor y del modo que había sido
hallada y recogida ella; pero como no la daban noticias de su hijo cuando
preguntó por él, ya no vio ni oyó nada de lo que a su lado pasaba o se decía,
ni pensó en otra cosa que en saltar de la cama para echarse a la calle cuanto
antes en busca del pedazo de su corazón. No tenía otro mal que una pesadez muy
grande en la cabeza y unos cuantos golpes en el cuerpo, que no le habían hecho
sangre ni levantado el menor bulto, pero que le dolían algo... Pues todo se le
quitó, como por milagro de la Virgen, tan pronto como se empeñó en que se le
quitara con unos sorbos de caldo y la necesidad que tenía de hallarse buena y
fuerte. Y tan animosa se vio de pronto y tan firme y atrevida, que ni siquiera
quiso aceptar la compañía que le ofrecieron, por lo que pudiera acontecerla en
sus exploraciones: demasiado habían hecho ya aquellas caritativas gentes. Se
lanzó a la calle como desatinada y loca; y al verse en ella, se la ocurrió que,
ante todo, debía comenzar por volver a la posada, donde quizás estuviera Pachín
llorándola por muerta. Anduvo, anduvo hacia allá, y a medio camino alcanzó a
aquel buen hombre (el comensal), que se alborotó de alegría al conocerla, y la
impuso de lo que más la interesaba saber. Alabó a Dios con toda su alma
agradecida... y allí estaba, un poco menos boyante que la víspera y más baja de
color; pero con la salud sin quebranto serio... y hasta con su paraguas y todo,
pues abrazada a él había sido encontrada bajo la pila de maderos, según después
se la dijo.
-Y ahora,
hijo mío de mi alma -añadió, volviendo a besarle con ansias de frenesí-, ahora
que sabes de esto más de lo que hace falta, cuenta, cuenta tú de lo tuyo, que
es lo que importa y viene al caso.
Quería
Pachín dejarlo «para luego», porque la historia era larga y su madre
necesitaba, ante todo, alimentarse y descansar; pero pensaba ella de muy
distinto modo: insistió en su empeño; se acomodó en una silla que la posadera
le arrimó a la cama; sentáronse también, aunque a prudente distancia, aquella
buena mujer y el comensal y cuantas personas estaban allí presentes, y no tuvo
Pachín más remedio que ponerse a contar su terrible Odissea.
Como
tenía el corazón bien repleto del asunto, la boca del narrador le fue pintando
de tal arte, que a los fascinados oyentes les parecía estar viéndole estampado
en un papel; y tan a lo vivo resaltaban los horrores del cuadro y las angustias
del pintor, que al andar éste por la mitad escasa de su tarea, le pidió su
madre, por caridad de Dios, que hiciera punto en lo ya dicho y dejara lo
restante para otra vez.
-Razón
tenías, hijo de mi alma -añadiole-, en resistirte a contármelo ahora. Están las
llagas demasiado frescas todavía para poder tocarlas sin que sangren.
Y con el
evidente propósito de llevar sus imaginaciones a otra parte menos triste, le
dijo en seguida:
-A más de
que hay que hacer de tripas corazón y ponerse cada cual en su deber. Lo que no
tiene de por sí remedio, no lo han de remediar fuerzas humanas; y cuando el
Señor de los cielos te libró de mal tan grande, será porque te guarda para
mejor suerte por otros caminos. ¿No te lo paece a ti también? Y si no, dime: ¿a
cuántos estás, a la hora presente, de tu negocio? ¿A que no has pensado
siquiera que se puede haber largado el otro barco sin acordarse del santo de tu
nombre?
-¡El otro
barco! -exclamó Pachín, llevándose ambas manos a los ojos, espantado de la idea
despertada en su cerebro por las preguntas de su madre-, ¡el que había de
llevarme a mí por esos mares, días y días, lejos, ¡muy lejos! en busca de... no
sé qué?
-El
mesmo, hijo mío, el mesmo.
-Pues
hágase cuenta, madre, que, para mí, todos esos particulares, ya, como las nubes
de antaño. Desde ayer acá, soy muy otro de lo que fui en el ver y en el pensar
de ciertas cosas... Aquello, ¡ay, madre de mi alma!... yo no sé explicarlo
bien; pero, aunque torpe de entendederas, paéceme a mí que es a modo de libro
abierto que tiene mucho que leer y no poco que rumiar. De algo de ello viví yo
loco por tentaciones de Satanás, y así y con todo no pagué mi culpa donde
tantos inocentes perecieron ayer. ¿Qué mayor suerte? ¿Qué mayor aviso, madre?
Y si no
lo fuere, yo por tal le tengo y a él me agarro... y al pobre rinconuco del
nuestro lugar quiero volverme antes con antes, a trabajar para usté... para los
dos, majando terrones como los majó mi padre, que, trabajando así, honrado
vivió y en santa paz entregó a Dios el alma... Y, en suma y finiquito, ¿qué
mejor caudal, madre? El trabajo que honra y da la paz, ¡bendito sea él!... pero
la cubicia tirana, el hambre del dinero que con todas entra, porque nunca se ve
harta, ¡maldita sea de Dios como la peste más dañosa!
Al otro
día, o al siguiente, porque no están acordes los datos acerca de este
insignificante particular, la madre y el hijo emprendieron el viaje de vuelta a
su aldea, hablando poco y meditando mucho, según iban adelantando en el camino.
Pachín, sobre todo, que había visto y sufrido más que su madre, no podía
apartar su discurso del cuadro que llevaba estampado a fuego en la memoria, ni
cesar un instante en el empeño de reconstruirle, de componerle y de completarle
en su fantasía con los elementos adquiridos fuera del alcance de su propia
observación. Así, a larga distancia, con el espíritu en reposo y a la serena
luz de sus recuerdos, llegó a verle en toda la magnitud de su conjunto de
horrores, sobre los cuales se cernían los espectros del dolor, de la orfandad y
de la miseria, como una bandada de buitres sobre un campo de batalla; y al
estremecerse entonces de espanto, no podía sospechar el noble y rudo aldeanillo
que aún faltaban nuevos renglones en la columna negra de aquella cuenta
terrible; que el monstruo, aunque sepultado, respiraba todavía, y que, como el
de la fábula bajo el peso de su monte, había de vomitar nuevas desventuras
sobre la infortunada ciudad, al agitarse en el fondo de su tumba con las
últimas convulsiones de la agonía.
Contraportada del libro “Un desastre a la española. La explosión del vapor Cabo Machichaco". Autor: Luis Jar Torre ; ilustraciones de Tomás Hoya Cicero. Prólogo de don José Luis Casado Soto. Editorial Creática , D.L. 2011. ISBN : 978-84-95210-54-8. Incluye la novela de José Mº de Pereda: "Pachín González".